20/9/08

Los profetas del revés

Aquí estaba el curso de la vida otra vez; una nueva riada de la vida dando fe de su paso. “Por aquí paso la vida – me dije -; detrás, más detrás, vendrá la Historia espigando los lugares por donde la vida discurrió. Este es el sino de los humanos; morir, desaparecer, mientras la médula de sus hechos les supervive.” (Miguel Delives, “La Sombra del Ciprés es Alargada”)

Amigos, lectores, críticos y aquellos que jamás leerán este artículo,

Lo que tienen hoy ante ustedes no es más que un...bosquejo ensayístico que aquí les brindo en lugar del tan ansiado (es un decir, claro) relato referido directamente con la navegación. Por eso, y sólo por eso, pido disculpas.
La verdad es que me encontraba en plena etapa de investigación sobre la vida de Vasco da Gama (aquel gran portugués que desembarcó en la india allá por 1498, subrayando la entonces ansiadísima ruta al oriente) cuando, atragantado ya con las fuentes y los datos, me desvié como escapando a la tormenta y me topé con una pandilla de preguntas que - después de tanto tiempo escribiendo sobre el tema – me eran imposible seguir eludiendo. En primer lugar: ¿Qué demonios es la Historia? Aún más: ¿Quién nos la relata? Y lo que es más importante: ¿Qué se esconde detrás de su relato? Trataré en lo posible de responder por lo menos la mitad de cada una.

“La idea de que el historiador es un profeta del revés resume toda la filosofía de la historia.” (O. Y Gasset, La Rebelión de las Masas)

Existen hechos, concretos y delimitados, a los cuales solemos atenernos a la hora de organizar nuestro pasado: fechas, por ejemplo, innumerable cantidad de fechas; fechas de encuentros, de peleas, nacimientos y muertes. Tenemos los avances técnicos y las ideologías, las revoluciones sociales y las políticas, las migraciones en masa y los descubrimientos...Descubrimiento, he aquí uno de esos términos ya no tan “concretos y delimitados.”
Descubrir: revelar aquello que permanecía cubierto, oculto, desconocido, según mi diccionario. En seguida aparecen las dudas y contradicciones al respecto, o al menos nos damos cuenta que al hablar de descubrimientos, la historia ha sido contada desde una cierta perspectiva. Y no me refiero al descubrimiento de la pólvora (aunque probablemente en el aspecto local del suceso, hayan surgido también varias perspectivas al respecto). Imaginen, mis queridos descendientes, el descubrimiento de América desde la perspectiva de los descubiertos, el de África, el de Asia y - no nos olvidemos, pobrecilla – el descubrimiento de Oceanía desde la perspectiva de los descubiertos. ¿Suena estúpido verdad? ¿Cómo se puede descubrir algo que ya había sido descubierto? ¿Cómo puede la historia ser objetiva y abarcadora si hemos utilizado - y seguimos utilizando – estúpidos términos como este del “descubrimiento”, no ya a un suelo desconocido, sino a una conciencia desconocida?...500 años han pasado y seguimos viendo las cosas desde una sola perspectiva.
Interdescubrimiento, si se quiere, sería el término correcto, aún cuando el procesador de texto me lo subraye en rojo como término inexistente. Encuentro, o mejor aún reencuentro, reunión; después de todo, nos separamos allá lejos y hace tiempo, y luego nos volvimos a unir, ¿no es así? Y no es tan solo un pequeño detalle. La diferencia es tan importante que su sola modificación estaría hablando de una mentalidad radicalmente diferente. Porque no nos olvidemos que la Historia, más allá de todo hecho, es el estudio de las mentalidades, y el aquí y ahora es también parte de esa Historia.

“Cuando dos personas recuerdan su primer encuentro, especialmente si son amigos, normalmente hay una gran alegría y calidez de ambas partes. Hoy, en cambio...tenemos todas las manifestaciones de una tragedia humana: en lugar de cálidos recuerdos del encuentro entre Asia y Europa, sólo tenemos rabia e indignación. Durante 500 años, Europa dominó y explotó a Asia, ofendió y distorsionó su cultura...Vasco da Gama y sus sucesores procuraron intervenir en, interferir con y dominar cada aspecto de la vida de los pueblos con los que entraron en contacto fuera de Europa, por ninguna razón válida.”

Esta valiente declaración fue pronunciada por Mohamed Idris, presidente de la Red del Tercer Mundo (TWN, por sus siglas en inglés), en su discurso inaugural ante la “Referencia sobre los 500 Años de Vasco da Gama”, celebrada del 26 al 28 de mayo de 1998 en la India. Y sigue:

“(Según occidente)...nuestras tierras no tenían ninguna importancia hasta que fueron encontradas por Europa. Además, los historiadores europeos destacaron la importancia de la ruta marítima directa hacia India de Vasco da Gama como un hito histórico que dio comienzo al comercio mundial. Esta es una versión tan europeísta y llena de mitos de la historia que uno se pregunta cómo pudo haber sido enseñada no sólo a millones de niños europeos, sino también asiáticos. Es importante destacar que Vasco da Gama no fue el primer europeo en llegar a India y que muchos lo habían hecho antes que él por vía terrestre. Mucho antes de que él llegara, India ya era un lugar de encuentro de varias civilizaciones, culturas y comercio.”

Versión europeísta y mitos de la historia. Así son las cosas en éste nuestro mundo mitad occidental y mitad occidentalizado. Según Mohamed Idris, el concepto de libre comercio no solo ya existía en Asia antes de Adam Smith – “padre” del sistema – sino que se aplicaba exitosamente. Incluso Vasco da Gama, por sugerencia del príncipe Zamorin, con quién se encontró en su llegada a la India, lo practicó durante su estancia en Calicut (que no es Calcuta, como he leído por ahí en la red, sino lo que actualmente se conoce como Kozhikode, al suroeste del país). Según la historia oficial, los árabes (“moros” en la jerga coloquial) instigaron al príncipe con el fin de complicarle la vida al portugués, complicación que dio como resultado una ganancia de tan solo el 3000%...
Como verán los mismos datos, concretos y delimitados, resultan a veces un tanto contradictorios. Al parecer las árabes no querían competencia, pero tampoco la querían da Gama y el resto de los europeos que como él vinieron a estas tierras desde el mar. Sus ideas de libre comercio eran otras, ideas que por más “Adam Smith” o anhelos de justicia que hubiera (que por supuesto los hubo), consistían en procurar derechos de monopolio para ellos mismos y “eliminar” a los competidores.
Con el tiempo esta mentalidad y la superior fuerza bruta (algunos la llaman militarizada) por parte de los portugueses, hicieron de la india una más de sus colonias. La vieja historia ya conocida, prometo no aburrirlos con detalles.

“Los últimos 500 años fueron testigo de la instalación gradual de la versión europea del libre comercio. En los últimos tiempos, vimos cómo ese sistema de comercio se institucionalizó a nivel mundial. Naturalmente, hoy en día no tenemos a Vasco da Gama en Calicut, pero sí a más de 5.000 empresas multinacionales que gradualmente toman posesión de la economía india, creando nuevos monopolios, forzando a los pequeños competidores a cerrar y empobreciendo a las sociedades.”

De más está decir que este fenómeno devastador no es exclusivo de aquel milenario país asiático; tanto en América como en África y el resto de Asia, ocurre lo mismo. ¡Vamos, incluso sucede en la misma Europa! Pero también es importante recordar que no fueron éstas las primeras ni mucho menos las únicas incursiones violentas perpetradas desde una cultura hacia otras. El fenómeno de la comunicación entre los diferentes pueblos, involucra indefectiblemente (o no, pero hablamos de historia ¿no? y han habido suficientes casos) las guerras, las migraciones y las invasiones, como sucede con los individuos cuando se pelean, se alejan y se avasallan unos con otros.
Por obvias razones - a veces tan obvias que escapan a nuestra conciencia - en toda relación cultural existe un intercambio, una recíproca incorporación, en fin, una mezcla de ideas y costumbres por despareja que sea dicha relación en su nivel esencial (quién manda y quién obedece, digamos). Roma conquistó, pero a su vez fue conquistada por sus víctimas; desde su religión, sistema de gobierno, filosofía, arte y cultura en general, el Imperio Romano es el resultado de esa mezcla de ideas y convicciones con los distintos pueblos a los que fue dominando. Los griegos, los egipcios, la china imperial, incluso los incas y los aztecas; todos ellos sin duda unos cabrones, pero aún así sus dominaciones fueron, por decirlo de alguna manera, igual de lucrativas y sobretodo mucho más productivas. Como dijo el valiente Idris:

“Las invasiones anteriores enriquecieron a India y ésta, a su vez, enriqueció a los invasores...(en cambio) como consecuencia del desbaratamiento de las sociedades de Asia, África y América, la propia historia humana -incluida la de Europa- se empobreció también. Digo esto porque estoy convencido de que los actos de opresión siempre empobrecen no sólo a los oprimidos, sino también a los opresores.”

No pretendo ser tan ingenuo y decirles que esto es propio de una raza especialmente cruel y despiadada a la que casualmente pertenezco. Insisto en que es la mentalidad en función de ciertas supuestas necesidades las que influyen en la Historia y no una condena hereditaria de índole visceral que nos impele a cometer atrocidades...Además no existe eso de razas en la especie humana.
Sin embargo, es muy cierto que la mentalidad imperialista del occidente de los últimos siglos - junto con los avances de una tecnología en constante desarrollo - han conformado el mundo de hoy, un mundo capaz de mirar su propio trasero, un mundo donde todo está relacionado con todo, donde las acciones de cada uno repercuten tarde o temprano en la existencia de los demás. Estamos conectados y esa es la verdad. Pero también es un mundo que está enfermo, enfermo de colonialismo y desigualdad. Un mundo que, en fin, padece de doble personalidad: una parte de él se cree primer mundo y la otra tercer mundo...
También en épocas pasadas, supuestamente mejores, los poderes de la codicia y la imbecilidad han influido sobre la Historia Universal en mayor medida de lo que la mayoría de los historiadores reconoce. (H. Hesse, Lectura para Minutos)
No caben dudas al respecto. La Historia es el resultado de una mezcla entre genialidad y estupidez que acarrea consigo la especie humana. Criaturas divinizadas, bufonescas alimañas...y no nos olvidemos del término medio, tal vez el aspecto más relevante de toda nuestra personalidad; hoy en día ya no tenemos en cuenta la preeminencia de la mediocridad. Pero volviendo a las preguntas del principio, aquellas que motivaron esta mediocre elucubración, lo cierto es que no hay una única respuesta, es todo una cuestión de perspectivas.

La Historia es la suma de todas las historias, y el verdadero descubrimiento radica en saberlas respetar.

La eterna amenaza de los siete mares

A través de los tiempos
En la Grecia clásica , los límites entre piratería y comercio no estaban bien definidos. El mismo Heródoto daba igual significado a pirata que a comerciante o navegante. Los piratas helenísticos surcaban el Egeo buscando su botín en los saqueos de las poblaciones costeras. El mar Negro en tiempos de Mitríades I, fundador del reino de Ponto, fue un foco de piratería que perjudicó por mucho tiempo apretujado tránsito de la flota comercial romana. Al finalizar la guerra púnica, el imperio se encargó de eliminar aquella molesta yaga del Mediterráneo oriental, tarea concluida por Pompeyo en el año 66 a.c., para la cual empleó nada menos que 500 naves y 120.000 hombres de mar.
La palabra “vikingo” significa pirata, y esta civilización, con sus solemnes bases fundadas en la barbarie, sí que han merecido dicho calificativo. En un mundo salvaje y brutal, ellos eran los mejores, es decir, los más salvajes y brutales. Desde finales del siglo VIII, comenzaron a efectuar incursiones y saqueos por las costas del territorio celta, para luego extenderse por el litoral friso-sajón, Portugal, Asturias e incluso las Baleares, Provenza y Toscana. Las crónicas vikingas en el Atlántico se detienen para los comienzos del nuevo milenio, y las razones se reducen a una sola, bastante interesante por cierto: su conversión al cristianismo.
Nombres como Dragut, Uluch-Alí y los hermanos Barbarroja, pertenecen a los temerarios piratas del mediterráneo de la España precolombina, guerreros moros vencidos por los Reyes Católicos del siglo XV, que alimentaron con crueldad berberisca una época de expulsión y exterminio islámico.
Desde la antigüedad oriental surge el nombre de Yajiro, el temible pirata japonés convertido (costumbre extraña, por lo que hemos visto, entre esta clase de gente) por Francisco Javier. Koxinga, “el dragón de los mares de la China”, que sólo se acostaba con vírgenes (la lógica nos dice que tenía el pene muy pequeño), y el astuto Raga, que acostumbraba pasar a cuchillo a la totalidad de la tripulación de sus naves enemigas.
La costa del estrecho de Ormuz, en el Índico, se la llamó “costa de los piratas” durante mucho tiempo, y en Ras al-Jayma se asentaba el mercado de esclavos más floreciente del siglo XVIII, industria que históricamente estuvo muy ligada a la práctica de los “ladrones que andan robando por el mar”.

Los famosos piratas de Caribe
Estrictamente, el Diccionario de la lengua española de la Real Academia define al pirata como “el ladrón que anda robando por el mar”. “Es curioso ver que la palabra “inglés” no aparece”, diría algún bretón nostálgico e irónicamente orgulloso, y no es de sorprender, puesto que verdaderamente los piratas Ingleses han sido la pesadilla indiscutida de los imperialistas ibéricos de la era de la colonización. Más que ningún otro país de navegantes, Inglaterra a frustrado incontables travesías al viejo mundo, cargadas todas ellas con las más exquisitas riquezas que una tierra virgen y furiosa de maravillas, como eran las Américas, pudieran dar. Corrían los siglos XVI, XVII y XVIII, cada uno de ellos con su exponente más significativo en la historia de la piratería occidental.

Sir Francis Drake
El Dragón de las Antillas
Vencedor de la “Armada Invencible” y azote de las posesiones españolas en América, Sir Francis Drake fue también el primer navegante inglés (segundo de Europa después de Juan Sebastián Elcano) que circunnavegó la tierra.
Los españoles le temían tanto que lo llamaban “El Dragón”, algunos incluso aseguraban que era capaz de escupir fuego por la boca, y así carbonizar las velas de sus barcos enemigos. Sin embargo, al parecer se caracterizó por su humanidad para con los prisioneros, evitando en la medida de lo posible recurrir a la flagelación y las matanzas a sangre fría.

Mercenarios de los reyes
Drake fue corsario, pertenecía a esa “clase” de piratas con privilegios otorgados y facilidades imposibles de concebir por el común de los bandidos del mar. Durante los siglos XVI, XVII y XVIII, las naciones marítimas desarrollaron un sistema denominado “corso”. En tiempos de guerra (lo cual era casi siempre), las embarcaciones capitaneadas por un corsario recibían una autorización especial que les permitía atacar a los barcos enemigos para luego apoderarse de ellos, todo esto en nombre de la real providencia.
Históricamente, y tratándose de las Antillas en particular, las principales víctimas siempre han sido las naves Españolas, que llenaban sus bodegas con el oro y la plata de la selva centroamericana, destinados a satisfacer la creciente demanda de los reyes.
En pocas palabras, el corsario tenía un aval oficial para el ejercicio del vandalismo, el saqueo, la violación y el asesinato. Eran mercenarios de los reyes, y lo sabían aprovechar. En cambio los piratas a secas, los verdaderos piratas, constituían una raza muy distinta, aunque no por ello menos temeraria. Y además estaban los bucaneros, pero vayamos por partes.

El pequeño Francis
Cuando aún era un niño y vivía en Kent con su familia en el casco de un viejo galeón abandonado, el pequeño Francis se hizo amigo de un anciano marino el cual lo introdujo en la navegación. Tanta estima sentía por el muchacho que como recompensa, al morir le legó su barco.
Drake comenzó su carrera como navegante bajo el mando de John Hawkins, un conocido comerciante y contrabandista que emprendió travesía hacia el oeste en reiteradas ocasiones. Su carrera como corsario empieza más tarde y desemboca en una aventura que lo hizo mundialmente famoso.

De punta a punta
En el período que abarca el final de1577 a principios de 1580, Drake hizo lo que muy pocos aún hoy han tenido la oportunidad de hacer. El lo hizo el segundo (al menos que se sepa), sin aparatos de posicionamiento ni tecnología más allá de unas pocas y difusas cartas náuticas, un sectante y las estrellas. Circunvaló el planeta, partió de Inglaterra hacia el oeste y regresó por el este. Fue el primero en tocar tierra norteamericana bañada por el Pacífico (al parecer en algún punto de la bahía de San Francisco).
Se dice que la reina Isabel le otorgó secretamente el permiso de perseguir barcos españoles y apoderarse de sus riquezas. Su primera oportunidad la tubo en Lima, donde atracó un barco de la Armada llevándose todo el oro que en él había. Los españoles lo persiguieron hasta muy al norte, a la altura de lo que ahora se conoce como British Columbia, pero viendo que no encontraría un pasaje a Bretaña por encima de Asia, que fuera seguro, eludió a su enemigos y se escondió en la costa de California. Existen crónicas de un exitoso contacto entre la tripulacióncon y los nativos de la zona, los indios Miwok.
En 1596, Drake fue atacado por una furiosa enfermedad tropical conocida en la época como “fluido sangriento”(probablemente la fiebre amarilla), durante una poco exitosa expedición contra los españoles en el Caribe. El 28 de Enero a la madrugada, a bordo de su buque insignia “Defiance”, muere silenciosamente.

Henry Morgan
El aventurero inescrupuloso
Henry Morgan, al igual que Drake un siglo antes, fue un corsario bajo las órdenes de la realeza sajona del siglo XVII. Pero no era tan solo un corsario, además fue bucanero.
Los “bucaneros” originales eran los nativos de las Indias del Oeste, quienes habían diseñado un método para preservar la carne mediante su previa cocción al fuego y posterior ahumada. El horno y la carne misma se las denominaba “boucan”. Muchos de dichos nativos se convirtieron primero en esclavos y luego en esclavos fugitivos. La esporádica agrupación de los mismos con los refugiados, criminales, antiguos sirvientes y demás relegados sociales, quienes vagaban a lo largo de las costas insulares, traspolaron dicha denominación a todo el conjunto, variando su significado al punto de referirse con esa palabra a los “aventureros inescrupulosos” de toda la zona.
Los atracos y demás fechorías de los bucaneros, a diferencia de los corsarios tradicionales, no tenían lugar en alta mar, sino en tierra firme. Teniendo en cuenta que era allí donde se acumulaba la mayor cantidad de riquezas (oro y demás metales preciosos, así como especias y otros productos de lujo), en la mayoría de los casos los barcos cumplían la simple función de transportar la tripulación desde su escondite secreto hasta un punto costero seguro desde el cual se continuaría a pie hasta dar con el fuerte o poblado víctima del saqueo.
La respuesta de porqué las autoridades inglesas parecían alentar las actividades bucaneras, yace en la convicción, por parte de la clase pudiente sajona, de que la futura prosperidad de las islas descansaba en su habilidad por expandir el comercio exterior. Pero los españoles habían reclamado el Nuevo Mundo sólo para sí, tornando al imperio dependiente del oro y la plata que de éste se extraía, y por lógica limitando el comercio a la flota ibérica. Inglaterra no poseía en ese entonces ninguna colonia en donde sus esclavos estuvieran arrancando metales preciosos de la tierra, incluso tenían que sufrir la constante captura de sus naves en el Caribe, por parte de la mismísima Armada Española, y la posterior esclavización de sus tripulantes. De esta manera, solo les quedaba una única opción: legalizar la piratería por mar, y por tierra.

De ladrón a ciudadano
Casado con la hija de su tío, Mary Elizabeth, a quién se mantuvo fiel hasta su muerte en 1688 (no tubo hijos). A partir de 1663 y hasta 1665, Morgan figuró como comandante de la flotilla de bucaneros más exitosa de la historia. Su liderazgo se debía no solo a su fama de militar experimentado, sino que además ostentaba una astucia de viejo lobo, era auténticamente osado, y poseía un carisma formidable, “as en la manga” de todo líder natural. Atacaron Santiago de Cuba, Villahermosa en Méjico (en cuya ocasión tubo que “tomar prestadas” dos fragatas españolas luego de que éstos tomaran las suyas mientras saqueaban el poblado), Granada en Nicaragua, gracias a la ayuda de los nativos que según cuentan las crónicas de la época, sugerían constantemente y sin misericordia que se eliminaran a todos los prisioneros (españoles), especialmente a los “hombres de Dios”, es decir, a los sacerdotes. El botín de esta expedición, que duró poco más de dos años, era incalculable.
Pero sus actividades no se limitaban al robo y el saqueo. Como ciudadano de Jamaica se le solicitó organizar una milicia que protegiera la isla de prometedores enemigos, a lo cual puso manos a la obra inmediatamente, culminando el período de reclutamiento con 700 hombres que patrullaban la costa en
embarcaciones de todos los tamaños y colores (desde fragatas a simples botes de remo).

El gran robo
Cansado del sedentarismo jamaiquino, en 1670 emprendió una nueva expedición con 36 embarcaciones y 1800 hombres a sus órdenes, en la cual, tras una larga deliberación con sus compañeros capitanes de la flota que se encontraba anclada a salvo en las cercanías de Panamá, decidió atacar esta imponente ciudad interina que en aquel entonces era la destinataria de todo el oro proveniente del Perú. La tarea que se había impuesto Morgan era en extremo difícil y arriesgada, en ese entonces no existía el canal que lleva ahora el mismo nombre, por lo que la misión incluía una duro recorrido a pie desde Chagres a través de espesa maleza y altas montañas. Incluso el mismísimo Sir Francis Drake había fracasado en una empresa similar varias décadas atrás.
La batalla fue larga y sofocante, pero finalmente Panamá sucumbió a la dura obstinación de este histórico estratega. Las ruinas de lo que alguna vez fue el “Sol de las Antillas”, se cubrió silenciosamente de una capa vegetal cual verde purificación de una vieja catástrofe.
A la edad de 45, Sir Henry era gobernador de Jamaica, Vicealmirante, Comandante del Regimiento de Port Royal, Juez de la Corte del Almirantazgo y “Justiciero de la Paz” (me pregunto cómo se traduciría esto en la práctica). Murió el 25 de Agosto de 1688.
Cuando, aún en vida, se publicó una biografía de sus aventuras, Morgan, ofendido por el perfil que los escritores habían dibujado de su persona, fue a juicio con la editorial, cobró un considerable suma de dinero por daños y perjuicios, y publicó la historia modificada a su gusto y conveniencia. Lo gracioso del asunto fue el porqué de su enfado, que no tenía verdaderas raíces en las atrocidades que según estos cronistas había cometido durante su carrera delictiva, sino en la aseveración de que el pirata había llegado a las Antillas como un humilde sirviente, y no como un noble y distinguido caballero, según él mismo se dignaba en asegurar. Otra muestra más de la disparatada y pintoresca personalidad de uno de los más insólitos personajes de la historia.

Barbanegra
La furia ardiente del Caribe
Se lo describió como “la personificación de lo descabellado, de la infinita osadía, una pesadilla nocturna tan falta de calidez humana que ningún crimen se encuentra por encima de él,…el vivo cuadro de un ogro que domina las aguas de Caribe”.
Oriundo de Bristol, Inglaterra, y miembro de una típica familia inglesa acomodada, comenzó su carrera en el mar como tripulación de un galeón corsario en busca, esta vez, de “carne” francesa. Al parecer en un período posterior de relativa paz entre las potencias marítimas, Edward Teach, como realmente se llamaba (incluso hay versiones de que su verdadero nombre fue Drummond), se embarcó bajo bandera pirata y rápidamente se distinguió entre las demás sabandijas por su fuerza, coraje y personalidad diabólicamente maligna. Los piratas eran los verdaderos ladrones del océano. Ellos se distinguían de los corsarios y bucaneros por su independencia, es decir, por no tener que rendirle cuentas a ningún rey, aunque por eso mismo carecían de protección y eran furiosamente perseguidos por todo el mundo.
Fue durante este período que se hizo famoso con el nombre de Barbanegra. Su reputación de maligno, entre otras razones menos pragmáticas, tenía que ver con la búsqueda de la intimidación directa de sus enemigos y víctimas. La primera impresión para Barbanegra era crucial, si el teatro de su fiereza y terrorífica personalidad tenía éxito, los atracos y la toma de prisioneros se lograba con mucha más facilidad y menos sangre que lo normal. La imagen lo era todo para él, y para conseguir el truco, sumaba a su enorme tamaño, que ya de por sí era intimidante, artimañas como vestir completamente de negro, llevar encima innumerable cantidad de armas blancas y pistolones por todos lados, y enrular la puntas de su barba colocando en ellas pequeñas mechas encendidas para dar la impresión de que este coloso guerrero ardía literalmente de furia.
Pero además debía de mantener a raya a los suyos, a su propia tripulación, y alejarlos de “ridículas” ideas como la rebelión o el motín. Para ello ejecutaba pequeños números recordatorios de su poder como cuando en una ocasión, estando en reunión con su gente, apagó el farol que estaba en la mesa y disparó su pistola al azar por debajo de la misma, lisiando a uno de los marineros. En otra oportunidad se encerró con un grupo de sus hombres en la bodega y prendió fuego unos potes que contenían combustible. Al rato los de cubierta podían ver el humo sulfuroso salir de las fisuras de cubierta y un segundo después se burlaban de sus compañeros que habían escapado de la sofocación todos juntos y se encontraban tosiendo como endemoniados. Barbanegra emergió un tiempo después, riendo y burlándose él también, dejando a todo el mundo impresionado.

Algunos datos curiosos
Son conocidas las historias de viejas amistades y alianzas entre algunos de los más temidos piratas de las Antillas, y una de las más populares trata de la que se forjó entre Barbanegra y Stede Bonnet, irónicamente llamado “el pirata caballeroso”. Juntos recorrieron la costa desde las Bahamas hasta Nueva Inglaterra, cobrando un botín de 12 embarcaciones.
El refugio predilecto de este escurridizo muchacho era una pequeña islita llamada Ocracoke, donde se encontraba el “Castillo de Barbanegra”, probablemente una choza un poco más grande y mejor armada que las que habían construido para vivir en tierra.
Las banderas que flameaban en la punta del mástil de los barcos piratas no siempre mostraban la típica calavera con las dos tibias cruzadas detrás. La de Barbarroja, por ejemplo, consistía en una calavera con cuernos.

El Rasputín de los trópicos
El encuentro entre Barbanegra y su cazador, el capitán Robert Maynard, fue histórico y brutal. Este atrevido oficial de la marina inglesa había sido enviado a comandar el “Ranger” como parte de una expedición con el objetivo de atrapar al pirata y así acabar con el terror que enlvolvía las costas de Carolina de Norte. Lo avistó finalmente en las cercanías de la pequeña islilla Ocracoke.
La batalla comenzó dispareja, cañones contra artillería liviana, los atacantes eran atacados sin piedad. Pero al parecer todo era parte de un truco ideado por Maynard. Al rato ordenó a muchos de sus hombres que se ocultaran debajo de cubierta para parecer menor número y así alentar al “Adventure” (la goleta insignia de Barbanegra) a abordarlos sin cuidado. Así fue, y cuando menos se lo esperaban los soldados escondidos emergieron rodeando al enemigo anonadado.
El caos era total, cuentan las crónicas de la época que el mar alrrededor del Ranger estaba literalmente teñido de sangre. Pero lo más espectacular fue la muerte de aquel gigante barbudo y temible de Barbanegra. En un encuentro cara a cara con Maynard, primero recibe un tiro de pistola mientras reboleaba su sable, lo cual no le impide quitarle la espada a su adversario con un golpe tremendo de la suya, y luego es sorprendido por un soldado que, trepándose a él por la espalda, consigue cortarle la garganta de una cuchillada. Aún así continúa peleando unos minutos más hasta que, mientras intentaba desenfundar una de sus armas de fuego, se desploma definitivamente en el suelo. Cual Rasputín de los trópicos, le encontraron 25 heridas en todo el cuerpo, 5 de las cuales eran agujeros de balas.
La leyenda cuenta que luego de colgar su cabeza en la punta del mástil del Ranger, el cuerpo lanzado al mar nadó varias veces desafiante alrededor del barco antes de hundirse para siempre. Durante años la cabeza fue exhibida en un poste en la confluencia de los ríos Hampton y James, y posteriormente se utilizó su cráneo para confeccionar un tazón en el cual bebían los marineros de una taberna vecina. Incluso existe un tal Charles Whedbee que dice haber echo esto en compañía de un amigo de Carolina del Norte, muy cerca de Ocracoke en el año 1930.


Obviamente en estos relatos de vidas fascinantes, mundos exóticos y aventuras tan alejadas de nuestra cotidiana concepción de la vida, no se puede evitar pensar en exageraciones, mucha imaginación y poco rigor histórico. Aunque lo que aquí se cuenta está basado en datos extraídos de una bibliografía seria y confiable, las mismas fuentes, por un factor puramente temporal, siempre estarán sujetas a dudas y escepticismos justificados. Nietzche, gran pensador del siglo XIX, decía que la historia no nos presenta una realidad absoluta, sino que se forma a raíz de una serie de versiones posibles, de “interpretaciones en perspectiva” de lo que realmente ocurrió. De cualquier manera, siempre hay que tener un resto de cuidado y saber que no todo fue como los libros nos lo cuentan.
Sea como sea, lo que sí importa y vale la pena registrar, es la fascinación, la sorpresa y en algunos casos, la admiración que sentimos ante los tremendos acontecimientos que el pasado nos regala con sus divertidas anécdotas y fabulosos episodios. En fin, los piratas han sido, y para los que no lo suponían, aún siguen siendo, uno de esos insectos molestos con los que la humanidad ha tenido que lidiar desde tiempos inmemorables. Pero aún así no podemos evitar que nos llamen la atención y le demos crédito por habernos dado tantas horas de juego y fantasía durante nuestra infancia, y porque constituyan, más seriamente hablando, un capítulo incuestionable en la historia del ser humano, criatura extraña y contradictoria, ladrón y héroe a la vez.

De qué están hechos nuestros dioses

“Porque si los hombres creen que esta tierra es el único cielo, tanto más procurarán hacer un cielo de ella.” (Sir Arthur Keith)

Hace ya algunos días que este joven muchacho de Acassuso, amigo de las olas y amante de las velas, tropezaba su existencia a 2000 mtrs. de altura - mojado hasta el subconsciente y ametrallando los dientes por el frío – justo en las caderas de un volcán que insinuaba sus restantes mil metros tras un misterioso velo de nubes frescas.
El Lanín es como una mujer hermosa e inteligente: atractiva pero impredecible, de caprichoso humor y sobretodo gran conocedora de su propio encanto. Única entre todas, sabe bien como desquiciar. Aquel día amaneció de muy mal humor y no paraba de lamentar sus penas dando soberbios resoplidos de furia en medio de una obscura tormenta.
Lógicamente, no llegamos a la cima; ni siquiera tocamos el refugio. A mitad de camino cacheteamos nuestros cuerpos citadinos 180 grados e iniciamos el retorno cuesta abajo hacia territorio conocido. “Demasiado viento”, decían. “Demasiadas quejas”, si a mí me lo preguntan. Pero así es la montaña, así son las verdaderas fuerzas de la naturaleza. ¿De dónde creen, si no, que surgieron todos esos dioses mitológicos?...y no me refiero solo a los griegos.

Hay muchos dioses dando vueltas por ahí. Los vemos todos los días, creemos poder controlarlos pero son ellos los que tienen las riendas del asunto. Y muy a menudo se aseguran de que no lo vayamos a olvidar. Como la vez que me encontraba en la costa mansa de nuestro cercano oriente - hace ya más de un lustro - a orillas de un atlántico invernal, y una pelirroja exuberante surgida de las mismísimas entrañas de aquel enorme esqueleto de madera, se nos fue de las manos y creció alto por encima de nuestras cabezas. Fogosa y dominante, derrochaba pasión en una danza nocturna e infernal. No habiendo forma de controlarla, fuimos esclavos de su tormento, partícipes de su existencia. El fuego, como la montaña, es un dios muy poderoso. Tan poderoso que solo otro dios es capaz de detenerlo. Un dios de múltiples formas, pero con un solo fundamento.

¿Como obtuvieron su reino sobre el centenar de corrientes menores los grandes mares y océanos? Por el mérito de estar más abajo que ellos; así es como obtuvieron su reino. (Laotse, filósofo taoísta chino)

Y así llegamos a nuestra amiga oceánica, aquella basta acumulación de agua y sal, enorme y misteriosa, profunda y sentimental. Ella también me enseñó su ira. Estábamos solos y ya era tarde de colores vivos. Nuestros cuerpos se envolvían entre arrecifes de coral. Debía penetrar mar adentro y ya asomaba la noche. No sé cual fue la excusa, pero de pronto la miré aterrado pues estaba enloquecida y tiraba golpes gritando locuras acerca de la vida. Estuvo así largas horas de luna. Nada la tranquilizaba. Le hablé con ternura susurrando cosas bellas al vacío; canté mil soles y mirarla fue el olvido. Todo era en vano. Solo ella, y por sus propias y ocultas razones, tomó la decisión de descansar.

Los dioses existen, no cabe duda al respecto. Son ellos la suma de todas las partes. ¡Cuántas veces nos hemos estancado momentos indefinidos mientras estas fuerzas de la madre tierra juegan con nuestros sentidos, quitándonos el individuo y haciéndonos uno con el universo! Las arrugas de la tierra, marcando una edad sin horizontes; las llamas de un fuego eterno, devolviendo nuestros cuerpos al suelo de donde vino; el líquido elemento, lubricante universal. Y al final del día, todas las miradas se inclinan hacia arriba en busca de nuestro primer hogar. Somos del mismo material del que están hechas las estrellas. Alguna vez, hace ya mucho tiempo, formamos parte de las mismas.

“La felicidad, tanto para la abeja como para el delfín, consiste en existir. Para el hombre es saber de la existencia y maravillarse con ella.” (Jacques Cousteau)

En mis años de presencia en este maravilloso mundo, los únicos dioses verdaderos que he conocido existen a partir de la relación que se establece entre los fenómenos de la naturaleza y nuestra propia percepción. Mientras ellos ofrecen su fuerza y complejidad, nosotros nos encargamos de buscarles un sentido. Así como sucede con la amistad y el amor, no son las partes lo que cuenta, sino la conexión entre las mismas.
Como alguna vez dijo Alan Watts – pensador y bohemio – en su Libro del Tabú: “Hasta ahora, los poetas y filósofos de la ciencia han usado la vasta extensión y duración del universo como pretexto para reflexionar sobre la insignificancia del hombre, olvidando que el ser humano, con ese “telar encantado”, el cerebro, es justamente quien transforma esta inmensa pulsación eléctrica en luz y color, forma y sonido, grande y pequeño, duro y blando, largo y corto. Al conocer el mundo lo humanizamos, y si, al descubierto, nos maravillamos ante sus dimensiones y complejidades, deberíamos felicitarnos igualmente por tener un cerebro para percibirlo.”

Así, el mundo entero es un gran Dios, y nosotros somos su conciencia.

La terrible sombra blanca

"¡Ahí sopla! ¡Ahí sopla! ¡Un lomo como una montaña de nieve! ¡Es Moby Dick!"

Herman Melville, al igual que el universal Joseph Conrad y su coterráneo Edgar Alan Poe, pertenece a un linaje de poetas profundos y aventureros. Su exploración de los temas psicológicos y metafísicos influyó en las preocupaciones literarias del siglo XX, y sus viajes alimentaron fantasías mucho más que simplemente emocionantes. Sus obras permanecieron relativamente “inadvertidas” hasta la década de 1920; al parecer, discrepaban bastante con la cosmovisión norteamericana de su época.

Melville nació en la ciudad de Nueva York el 1 de agosto de 1819, en el seno de una familia ilustre venida a menos. Tenía ascendencia inglesa y holandesa. Sus padres eran piadosos y lo educaron de acuerdo con severas reglas presbiterianas. En 1830 el negocio de importaciones de su padre experimentó una peligrosa depresión y la familia se trasladó a Albany, donde Herman frecuentó la Albany Academy. Al morir su padre, la familia heredó una buena cantidad de deudas, por lo que Herman tuvo que abandonar sus estudios para ayudar con la economía del hogar. Durante los siguientes cinco años trabajó en un banco, en el almacén de su hermano, en una granja, en una escuela como docente y en la aduana de Nueva York.

Sus viajes
“Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes(...) entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustituto de la pistola y la bala. Catón se arroja sobre su espada, haciendo aspavientos filosóficos; yo me embarco pacíficamente. No hay en ello nada sorprendente. Si bien lo miran, no hay nadie que no experimente, en alguna ocasión u otra, y en más o menos grado, sentimientos análogos a los míos respecto del océano”.*

Los relatos de su padre, eterno viajero, y de su tío, viejo lobo de mar, le inculcaron en su infancia la atracción por la aventura. En la primavera de 1837, embarcó como grumete en el Highlander, velero mercante de la línea Nueva York - Liverpool. La novela Redburn (1849) está basada en este primer viaje. De regreso a Estados Unidos, trabajó como profesor y en 1841 viajó a los Mares del Sur a bordo del ballenero Acushnet. Tras 18 meses de travesía abandonó el barco junto con Tobías Green, en las islas Marquesas (9 de julio de 1842) y vivió un mes entre los caníbales. La novela Omoo evoca su idilio con una hermosa indígena de aquellas islas. Después de la huída de Green, escapó en el ballenero australiano Lucy Ann y desembarcó en Papeete (Tahití), donde pasó algún tiempo en prisión. Una vez liberado, trabajó como agricultor en las plantaciones de la zona y viajó a Honolulú (Hawaii), en busca de nuevos horizontes. Desde allí, en 1843, se enroló en la fragata de la Marina estadounidense United States. Desembarcó en Boston el 14 de octubre de 1844.

“Probablemente habréis visto muchas embarcaciones extrañas(...) pero os aseguro que nunca habréis visto una extraña vieja embarcación como esta misma extraña y vieja Pequod. Era un barco de antigua escuela, más bien pequeño si acaso, todo él con un anticuado aire de patas de garra. Curtido y atezado por el clima, entre los ciclones y las calmas de los cuatro océanos, la tez del viejo casco se había oscurecido como la de un granadero francés que ha combatido tanto en Egipto como en Siberia. Su venerable proa tenía aspecto de barbado(...) Sus antiguas cubiertas estaban desgastadas y arrugadas como la losa, venerada por los peregrinos, de la catedral de Canterbury..."

A partir de 1844 dejó de navegar y comenzó a escribir novelas basadas en sus experiencias como marino. Typee (1846), Omoo (1847) y Mardi (1849) están ambientadas en las islas de los Mares del Sur. Estos dos primeros relatos lograron un notable éxito por la novedad del asunto y el estilo, así como por la claridad al referirse a asuntos sexuales y al criticar las misiones de las islas. Se casó en 1847 con Elizabeth Shaw y se instaló en Nueva York, donde formó parte de un grupo literario cuyo centro eran los hermanos Evert Augustus y George Long Duyckinck, eminentes editores. Estudió filosofía y leyó apasionadamente a Rabelais, Sir Thomas Browne, Shakespeare y Carlyle. Fue entonces cuando apareció en su mente los esbozos de la “terrible sombra blanca”.

Moby Dick
“Se intuía un rumor sordo, un zumbido subterráneo...Todos contuvieron el aliento al surgir oblicuamente de las aguas una mole enorme, que llevaba encima cabos enmarañados, arpones y lanzas. Se elevó un instante en la atmósfera irisada, como envuelta en una grasa de finísima textura, y volvió a sumergirse en el océano. Las aguas, lanzadas a treinta pies de altura, fulgieron como enjambres de surtidores, para caer luego en una vorágine que circuía el cuerpo marmóreo de la ballena.”

En 1850 se estableció en una granja cerca de Pittsfield (Massachusetts), donde entabló una estrecha amistad con Nathaniel Hawthorne, autor que ejercería una gran influencia en Melville y a quien éste dedicó su obra maestra, Moby Dick o la ballena blanca (1851). El tema central es el conflicto entre el capitán Ahab y la gran ballena blanca que le arrancó la pierna a la altura de la rodilla. Ahab, ávido de venganza, se lanza con toda su tripulación a una desesperada búsqueda de su ahora mortal enemigo. La obra sobrepasa en mucho la aventura y se convierte en una alegoría sobre el mal incomprensible representado por la ballena, vil monstruo de las profundidades que ataca y destruye lo que se pone en su camino. El mismo capitán Ahab representa la maldad absurda y obstinada, personaje rencoroso que sostiene una venganza personal arrastrando a muchos hacia una muerte inútil. Sólo Ismael se salva del desastre, recogido del mar por el capitán del Raquel. El carácter del solidario Ismael se opone al de Ahab porque comparte con sus compañeros las vicisitudes de la precaria condición del hombre. La obra explora tal número de niveles de comprensión que es merecedora de los repetidos elogios a su profundidad y perdurabilidad. La ambigüedad con la que se juzgan el bien y el mal la convierte en descendiente directa de las grandes odiseas de la literatura antigua.

“Y justo en ese momento, se oyó el alarido triunfante de treinta pulmones, cuando surgió Moby Dick a la vista, saltando(...) Subiendo de lo más profundo del océano, lanzaba su volumen total en el aire, para volver a caer en un salto que los balleneros llaman el reto.”

El éxito comercial no acompañó a sus primeros años de existencia. Como bien aclara Manuel García (escritor Tinerfeño) en un ensayo sobre esta gran obra:“En ella, Melville niega el optimismo sobre el que se fundaron los Estados Unidos y advierte de los peligros del poder sin responsabilidad, el orgullo cegador, la sustitución de los fines verdaderos por otros falsos, el sacrificio del bien colectivo en aras de la libertad abstracta del individuo, la división simplista en luchas de buenos y malos...” como verán, se trataba de un discurso poco agradable para el oficialismo de la época; en fin, de cualquier época (sólo los valientes critican el presente).

Harold Bloom¹ comenta al respecto de esta maravillosa novela:
“Leer bien Moby Dick es una empresa vasta, según corresponde a uno de los pocos aspirantes auténticos a convertirse en épica nacional estadounidense(...) Figura nítidamente shakesperiana -con tantas afinidades con el rey Lear como con Macbeth- en un sentido técnico, Ahab es un verdadero héroe-malvado. Tras sesenta años de relecturas, no me he desviado de la experiencia que tuve al leerla a los nueve: para mí Ahab es, antes que nada, un héroe(...) Es cierto, Ahab es responsable de la muerte de su tripulación -incluido él- con la sola excepción del narrador -Ismael- un superviviente a la manera de Job. Y, no obstante, cuando les pidió a sus marineros que se unieran a él para dar caza a Moby Dick, el Leviatán, una ballena blanca evidentemente imposible de matar, ni uno solo de ellos se niega, ni siquiera Starbuck, el reticente primer oficial. Cualquiera que sea la culpabilidad de Ahab, la decisión de los marineros fue libre(...) parece mejor pensar en el capitán del Pequod como un protagonista trágico, muy cercano al Satán de Milton. Dentro de su monomanía visionaria, Ahab tiene un toque quijotesco, si bien su dureza nada tiene en común con el espíritu lúdico de don Quijote. William Faulkner dijo una vez que Moby Dick era el libro que le hubiera gustado escribir; lo más parecido que escribió fue ¡Absalón, Absalón!, cuyo obsesionado protagonista, Thomas Sutpen, puede considerarse el Ahab de Faulkner. Rizando el rizo de su retorcida retórica, éste observó que el final de Ahab era "una especie de Gólgota² del corazón que en la sonoridad de su ruinoso hundimiento, se vuelve inmutable". La palabra "ruinoso" no es peyorativa, ya que Faulkner añadió: "Bien, ésta es una muerte digna de un hombre". Moby Dick es el paradigma novelístico de lo sublime para los estadounidenses: un logro fuera de lo común, no importa que sea en la cumbre o en el abismo. Pese a la considerable deuda que tiene con Shakespeare, es una obra inusualmente original.”

“(...) y de repente, la ballenera de Acab, única que quedaba indemne, comenzó a subir como empujada por una fuerza irresistible: Moby Dick la elevaba con su mole. El choque fue tan fuerte que Acab fue lanzado al mar. Luego, el cachalote dio un brusco giro y partió raudamente, arrastrando todos aquellos cables enmarañados.”

Así habla Pérez Reverte³ acerca de Moby Dick:
“Porque mis héroes siempre tuvieron los pies en la tierra o en la movediza cubierta de un barco-, el mar fue siempre desafío y camino, y desde su infancia, asomados a los puertos y a las orillas, los hombres aprendieron a soñar con las cosas remotas que albergan, sin saberlo, en su propio corazón(...) en todas esas novelas vinculadas con el mar -más aún que en ningunas otras- se cumple inexorable el gran ritual de la literatura, de la aventura y de la vida: el viaje peligroso mediante el cual, quien se atreve a emprenderlo, progresa en el conocimiento de sí mismo y del mundo en el que vive(...) Y a su regreso ya no es el mismo: para bien o para mal, será incapaz de ver el mundo igual que antes de partir. Ahora sabe lo que los demás ignoran. Es el joven Hawkins desembarcando a su regreso de la isla del tesoro, Tuan Jim dando sus últimos pasos en Patusán, Ismael agarrado al ataúd calafateado de Queequeg, Jasón y Medea reprochándose el pasado, Gulliver al final de su último viaje, con la amarga certeza de que los caballos son los únicos seres racionales...
Compadezco a los hombres cómodos, resignados y razonables que nunca leyeron libros que estremecieran su corazón. Compadezco a quienes nunca se dejaron seducir y arrastrar por una moneda de oro, una mujer hermosa, un amigo fiel, una aventura descubierta en un libro. Compadezco a los que nunca dormirán la paz eterna con todos los piratas, junto a la tumba donde se pudren ellos y sus sueños.”

“-Está escrito -respondió Acab-. Mañana será el tercer día y el tercero es el último en la vida de una ballena herida. ¿Tenéis temor, valientes?
-Indomables, como siempre, señor -dijo Stubb.
Al oscurecer, la ballena seguía a la vista, siempre a sotavento, como si fuera ella la que esperaba...”

1) Harold Bloom: Neoyorquino, hijo de inmigrantes judíos procedentes de la Europa oriental, Harold Bloom (1930) asistió desde su cátedra de Yale al derrumbe de la versión norteamericana del formalismo literario. Escritor y crítico, publicó más de veinte libros, entre ellos el polémico El canon occidental y el reciente Shakespeare, la invención de lo humano, además de la edición en bolsillo de Cómo leer y por qué, entre muchos otros.

2) Las Caverna de los Tesoros, la más antigua narración oriental del viaje de los Magos (los Reyes Magos), centra su narración en un punto básico —el «Centro de la Tierra»— cual es el Gólgota, en el que se reúnen las fuerzas de la creación.

3) Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, España, noviembre de 1951) se dedica en exclusiva a la literatura, tras vivir 21 años (1973-1994) como reportero de prensa, radio y televisión, cubriendo informativamente los conflictos internacionales en ese periodo. Famoso por sus novelas del Capitán Alatriste.

* Las citas en cursiva pertenecen a “Moby Dick”.

17/9/08

John Paul Jones

El furibundo caballero de los siete mares

Reconocido en los Estados Unidos como el “Padre de la Marina Americana”. Nació en la pobreza y a través de sus logros personales llegó a convertirse en un distinguido oficial que luchó tanto para su pueblo adoptivo (Estados Unidos) como para la Madre Rusia. En Inglaterra se lo recuerda como a un pirata despiadado.

“Deseo no tener conexión con ninguna embarcación que navegue lento, pues mi intención es ir en la ruta de la destrucción.”

De hecho Benjamín Disraeli, uno de sus primeros biógrafos, escribió que las enfermeras en Escocia hacían callar a sus pequeños y ruidosos pacientes con solo susurrar su nombre (el de John Paul, claro). En Holanda existe una canción “Aquí viene John Paul Jones, ese buen muchacho” que los niños del colegio aún hoy entonan.
A continuación les dejo una breve reseña de este hombre, tan talentoso y encantador como orgulloso e irritable, quien fuera condecorado con una medalla y una espada, ambas de oro, por sus “valiosos” servicios a la Patria, y luego enterrado en una foza sin nombre en la que permaneció anónimo durante más de un siglo.

El hijo de un jardinero
John Paul (él mismo agregó el Jones más tarde) nació en Arbigland, una finca del sudoeste de Escocia, el 6 de Julio de 1747. Fue el cuarto hijo de John Paul and Jean MacDuff. Seis fueron en total sus hermanos, pero dos de ellos murieron a muy temprana edad. Su padre era el jardinero de la finca.
John Paul se educó oficialmente en el Kirkbean School (un colegio de la zona) pero la verdad es que se pasaba la mayor parte del tiempo en los muelles de un pequeño puerto de la zona llamado Carsethorn. Años más tarde, Mr. Craik -el hijo del señor de la finca Arbigland- recordaba que se iba corriendo a Carsethorn cada vez que el padre lo liberaba de sus tareas, para juntarse con los marinos y conversar o treparze a los barcos y quedarse allí durante horas... Pasado un tiempo, logró enseñar a sus amigos a maniobrar sus pequeños botecitos para simular una batalla naval, mientras él –apostado en la cima de una pequeña colina pegada a la costa- estudiaba la escena y gritaba órdenes de comando a su flota imaginaria.
Fue desde Carsethorn que zarpó un día, cumplidos ya los 13 años, atravesando el Río Solway rumbo a Whitehavenn, donde firmaría un contrato por siete años como aprendiz de marino. Su primera misión como “ship boy” a bordo de la goleta Frienship lo llevó primero a Barbados y luego a Fredericksburg en Virginia, donde tenía un hermano que había emigrado hacía un tiempo y le iba bastante bien.

La trata de esclavos y un juicio por asesinato
Cuando regresó a Whitehaven, John Paul se enteró que el dueño del Friendship, John Younger, atravesaba serios problemas financieros, y que por tal motivo se veía obligado a romper el contrato que tenía con su aprendiz. A la edad de 17 años, y como consecuancia de aquel despido forzado, John Paul se metió de lleno en el comercio de esclavos como tercer oficial en el negrero King George, también de Whitehaven.
Dos años más tarde, en 1766, fue transferido como primer oficial al Two Friends de Kingston, Jamaica. En este bergantín de tan sólo 50 pies de eslora, con una tripulación de seis para controlar a aquella carga “viva” que consistía en una dotación de 77 africanos, las cosas sin dudas fueron bastante difíciles. El hedor de los “pájaros negros”, como les decían a los pobres esclavos, se podía disfrutar desde millas a la redonda.
Pasado un tiempo, John Paul renuncia a su puesto y al tráfico de esclavos en general por considerarlo abominable y regresa a su país en el nuevo y flamante John de Kirkcudbright. Durante este viaje, tanto el capitán como el primer oficial al mando mueren de terribles fiebres, por lo que John Paul toma el mando inesperadamente y consigue llegar a puerto sin mayores problemas. Los dueños del John, más que complacidos por su valiente y calificada actuación, lo nombran patrón y sobrecargo (encargado de la compra-venta de los productos a transportar) para la próxima misión de este mismo barco a las Américas.
Pues bien, John Paul se había convertido en capitán por sus propios méritos a la tierna edad de 21 años. Muchacho menudo y fibroso, de naríz aguileña y rostro “cortado al hacha”, muy pronto comenzó a adoptar los modales de un disntiguido caballero y fue así que se hizo conocido en el ambiente como el “Dandy skipper” de los mares del norte. Vestía siempre ropas muy elegantes y, seductor implacable, jamás descansaba con las señoritas.
Tenía, sin embargo, una fogosa y por momentos violenta personalidad, que lo acompañó durante toda su carrera (y también su vida). Fue en Tobago y durante su servicio en el John que Mungo Maxwell, carpintero de la nave, lo acusó de haberlo flagelado en forma desmedida con el “gato de las nueve colas” (látigo de nueve puntas). Cuando lo examinaron fue desmentido por exagerado. Sin embargo, tiempo más tarde mientras regresaba a Inglaterra en el Barcelona Packet, murió misteriosamente y su padre, un acaudalado hombre de negocios, aseguró que mi hijo fue herido en la espalda de la manera más cruel… y fue por esa herida que murió más tarde.
El Capitán John Paul fue arrestado en su regreso a Kirkcudbright y acusado de asesinato en primer grado, pero las evidencias provenientes de Tobago y las declaraciones del patrón del Barcelona Packet (quien había visto a Maxwell en perfecto estado físico a la hora de abordar su nave) fueron suficidentes para liberarlo de todo cargo. Poco más tarde, el ya controvertido capitán fue aceptado en la logia Masónica, lo cual indicaba que nadie se tomó muy en serio los alegatos en su contra. No obstante, el episodio de Maxwell y el gato de nueve colas fue un karma que acarreó por el resto de su vida.
Pasado un tiempo, John Paul toma el mando del Betsy, un barco de la West Indian, y con él se mantuvo una larga temporada como comerciante en las Antillas. Fue allí donde acumuló su primer pequeña fortuna. Pero en 1773, tuvo que huir de la zona tras dar muerte al cabecilla de un motín (un bruto prodigioso que triplicaba mi fuerza) en un duelo de espadas por motivo de desacuerdos referidos a la paga mensual. La opinión de la gente local se puso en contra del oficial y fue entonces que se trasladó a Virginia donde, recordemos, vivía uno de sus hermanos, y fue éste quien le aconsejó que modificara su nombre por el “John Paul Jones”.

La Liberación Americana
Las cosas estaban muy calientes en el proceso de la revolución libertadora de los estados del norte americano. A través de su correspondencia podemos saber que el ahora autodenominado J.P. Jones se encontraba claramente del lado de los colonos. De hecho, cuando el Congreso formó su “Armada Continental”, el capitán Jones ofreció sus servicios de inmediato y fue nombrado Teniente Primero el 7 de diciembre de 1775. Su primer barco fue el Alfred; en aquel entonces, la flota consistía tan sólo en las fragatas Alfred y el Columbus, los bergantines Andrew Doria y Cabot y la chalupa Providence. No obstante, trece nuevas fragatas ya se estaban construyendo en los astilleros americanos.
Jones ganó mucha notoriedad y experiencia bélica primero como patrón del Alfred y luego como capitán del Providence. En 1777, navegó a bordo del Ranger rumbo a Francia donde en seguida hizo buenas migas con el representante americano en París, el señor Benjamín Franklin, y juntos obligaron a los franceses a hacer la venia a su flamante bandera, la primera vez que ocurría esto en un puerto extranjero.
El 10 de abril de 1778, Jones se embarcó en una misión por el Mar Irlandés capturando pequeñas embarcaciones y, a pesar de un cuasi motín entre su tripulación, se las arregló para dar un golpe importante nada menos que en Whitehaven, el puerto que lo vió nacer como marino perofesional. Dicho puerto tenía dos fuertes custodiando la entrada y la idea de Jones era mandar dos partidas en dos botes y que cada una se hiciera cargo de uno de los fuertes. Lo gracioso fue que, una vez ocnquistado el fuerte que le correspondía a su bote, se dirigió al segundo y, para su sorpresa, se enteró que los soldados de esta segunda partida habían decidido pasar de la toma y ¡dirigirse al pub más cercano! Hablando de profesionalismo…

La vajilla de plata y la dignidad de dos damas
Más tarde ese mismo día, Jones y su tripulación llegaron a la bahía de Kirkcudbright. Su idea era tomar capturar a un conde de la zona que habitaba en una mansión en la Isla St. Mary, para luego intercambiarlo por marinos americanos prisioneros de la Corona. Cuando llegaron a la mansión, se encontraron con que el conde no estaba, así que los muchachos, que no pretendían irse con las manos vacías, decidieron llevarse toda la vajilla de plata de la mansión. La condesa acababa de tomar su desayuno cuando vio a un grupo de forajidos rodear furtivamente la casa. Y se llevaron todo, incluso la tetera de plata con las hojas de te humedad de aquel reciente desayuno. Una amiga de la condesa, Mrs. Elliot, aprovechó la ocasión para preguntarle a los bandidos todo lo que se le ocurría acerca de las lejanas tierras de América, y más tarde declaró que los mismos se comportaron muy civilizadamente. Cuando Jones se enteró de la dignidad con la que estas dos damas se habían comportado, inspirado de admiración recuperó el botín completo y se lo envió, terminada la guerra, con una elegante carta de disculpas.

La batalla de Flamborough Head
Ajenos a estos detalles, los ingleses muy pronto se tomaron en serio a este “pirata americano” y la Armada organizó un escuadrón especialmente para perseguirlo.
La siguiente nave que le tocó gobernar fue la Duc de Duras, de origen francés, modificada por él mismo para la batalla y rebautizada Bonhomme Richard, en honor a su amigo Mr. Franklin, cuyo libro “Poor Richards Almanac” había sido traducido al francés como “Les Maximes du Bonhomme Richard”.
El 14 de agosto de 1779 partió en una nueva cruzada rumbo a Gran Bretaña como Comodoro de un escuadrón de siete embarcaciones. La misión consistía en desbaratar el comercio británico de el Mar del Norte y para ello navegó por encima de Irlanda y Escocia hasta arribar a Leith Harbour (en las Islas Georgias) un mes y dos días más tarde. Durante todo ese tiempo, Jones se dedicó a saquear distintas poblaciones, hundir o capturar varias embarcaciones mercantes con cargas muy valiosas, y generar la histeria en toda la zona bajo las atónitas narices del poderío naval más temido en el planeta tierra de aquel entonces.
Su intención en Leith Harbour era tomar el puerto y cobrar por su devolución una suma de £50.000 (muchísimo dinero en aquella época) pero justo a tiempo se levantó un terrible vendaval y el golpe tuvo que ser suspendido.
Existe una anécdota graciosa al respecto de este intento fallido que suma un punto más a la ya de por si extensa lista de anécdotas curiosas que atraviesan la vida del gran Jones: resulta que muy cerca del puerto al cual se pretendía someter, existía una mansión (¡otra vez una mansión) y en ella habitaba un señor que estaba muy preocupado por la llegada del pirata. Cuando quiso preparar su protección con el único cañón que poseía, notó que ya no le quedaba pólvora, por lo que mandó a sus sirvientes en su yacht a pedirle prestado un poco de la misma al H.M.S. Romney (nave de la Marina inglesa) que se encontraba atracado por allí cerca. Lo insólito fue que los sirvientes tomaron al Bonhomme Richard por el Romney y fue al mismísimo Jones al que le pidieron el milagroso polvo explosivo. El astuto capitán, sin dudarlo un segundo, se la cedió gustoso a cambio de valiosa información sobre las defensas costeras (información que los sirvientes dieron con la más absoluta ingenuidad).
Ocho días más tarde, en la noche del 23 de septiembre de 1779, John Paul Jones peleó su batalla más famosa cuando se enfrentó cuerpo a cuerpo con el “Convoy del Báltico”, encabezado por el H.M.S. Serapis y el Countess of Scarborough, justo a la vista del Flamborough Head (en la costa noreste de Inglaterra).
De más está decir que las condiciones del escuadrón americano eran claramente inferiores a las del convoy inglés. La lucha fue encarnizada y duró varias horas. En un momento de la misma, dos de los barcos protagonistas -el Serapis inglés y el Bonhomme Richard- colisionaron atascándose el uno con el otro de manera irremediable. El poderío de los cañones del primero hizo estragos en el segundo y ya todos parecían vencidos del lado americano cuando surgió de la boca de Jones, y como respuesta a la demanda de rendición por parte del capitán británico, tal vez la frase más célebre de toda su vida: ¡Todavía ni siquiera hemos empezado a luchar!
Veinte minutos más tarde, y como si hubiera sido guionado para una película de acción trillada, un marino escocés del bando de Jones arrojó una granada por la escotilla central del Serapis y la misma dio a parar en el corazón del barco, justo donde se encontraban almacenados una gran parva de explosivos. Días más tarde, el capitán Jones, su machacada pero triunfante tripulación y 500 prisioneros de la “crème” naval británica, pisaban por fin tierra firme en el puerto de Texel, Holanda.
A raíz de esta victoria, nuestro terco y rutilante capitán fue condecorado con una espada de oro y la Orden al Mérito por el Rey de Francia, Luis XVI. En 1871 regresó a los Estados Unidos en el Ariel y el Congreso Nacional lo felicitó por la manera en que ha mantenido el honor de la flota americana. Los últimos años de la Guerra de Independencia se los pasó asesorando al equipo naval estratégico y entrenando a los nuevos oficiales.

Pavel Ivanovich Jones
Al término de la guerra, se mudó a París donde vivió un tiempo hasta que el nuevo embajador de los Estados Unidos en Francia, el señor Thomas Jefferson, lo recomendó para prestar servicios en Rusia. En 1788 fue nombrado Almirante de la Marina Rusa en el Empress Catherine II, un cargo superior a cualquiera que hubiera recibido por parte de los americanos. Bajo el alias de Contralmirante Pavel Ivanovich Jones, sirvió con distinción al Príncipe Potemkin en la Campaña del Mar Negro contra los turcos.
Y aquí otra de sus grandes anécdotas: previo a lo que sería más tarde recordad como la Batalla de Liman, Ivanovich Jones hizo el reconocimiento personalmente de la flota enemiga, a oscuras y en un barquito durante la noche. Tras la contienda, 3000 soldados turcos muertos, 1600 prisioneros y 15 naves enemigas destruidas fue el conteo que se hizo al costo de una fragata rusa y 18 soldados fallecidos en combate. Más tarde escribiría: Estoy encantado con los combatientes rusos, pues éstos son mucho más gloriosos y mucho menos engreídos.

Annapolis
A la edad de 45 años, en su casita de París y debido a una fuerte neumonía, John Paul Jones murió tranquilo y boca abajo entre las sabanas de su propio lecho.
Su cuerpo fue sumergido en alcohol y enterrado en una tumba sin nombre en el cementerio para protestantes extranjeros de aquella capital mediterránea. Allí permaneció durante más de un siglo. En 1905, y debido a una fuerte campaña de Teddy Roosevelt por recuperar símbolos históricos de una Marina creciente, su cuerpo fue encontrado, exhumado y transportado a bordo del USS Brooklyn (escoltado a su vez por otros tantos barcos de los grandes) al corazón de Annapolis, situada en la Bahía de Chesapeake, Virginia.
En el año 1913, sus restos fueron enterrados en un magnífico sarcófago de mármol en la cripta de la capilla de la Annapolis Naval Academy, un final lejos de ser imaginado por aquel humilde muchacho que nació y creció en las lejanas tierras escocesas.

Jean Lafitte

El pirata de Barataria

Surgió de la nada y en ella desapareció. El escenario de su vida fue el mundo, con sede principal en Nueva Orleáns.

Allí apareció entre 1803 y 1808, un joven entusiasta nacido en Marsella, en Bayona y en Burdeos; de padre curtidor y madre judía sefardí, aristócratas franceses huidos a las “Indias” durante el Terror; criollo él mismo, nacido en la colonia francesa de Saint Domingue (lo que ahora se conoce como Haití); primo de Napoleón Bonaparte y sobrino de John Paul Jones, el famoso marino escocés que fundó la Armada norteamericana… Así de complejo y –sobretodo- charlatán resultó ser este tal Lafitte, quien disfrutaba mucho desparramando misterio acerca de sus orígenes. Sin embargo, no todo en él fueron mentiras. Sus audaces fechorías y el dinero que con ellas acumulaba, bien se medían por los hechos y el peso de sus cofres.
Algunos lo llaman el “pirata romántico”, y aunque en un principio suena tan absurdo como si alguien en doscientos años hiciera referencia a algún “terrorista romántico”, la historia nos enseña que el Tiempo -esa barrera que afloja nuestro juicio y adormece la moral– oculta el crimen y apaga los tormentos permitiendo encariñarse con aquel que antaño fue un villano pintoresco. Así sucede con estos y con otros personajes “llamativos” como han sido Atila, Khan o Julio Cesar, asesinos cotidianos todos ellos, pero sin duda más simpáticos que los Hitler y los Stalin de nuestro tiempo.
Sea como sea, Jean Lafitte podía ser un desalmado, pero un desalmado sazonado de heroísmo y embarrado de grandeza. Aún hoy, ilusos soñadores recorren las aguas del golfo de México, desde cayo Hueso hasta la desembocadura del río Bravo del Norte, en busca del famoso tesoro del último de los más grandes filibusteros.
“Endiabladamente guapo”, aun teniendo en cuenta el pronunciado estrabismo de su ojo izquierdo, Jean era un tipo alto, delgado y musculoso. De fáciles palabras y buen vestir, su cortesía y educación le facilitaron el acceso a la alta sociedad de una nueva Orleáns cosmopolita y porteña, polo de atracción para inmigrantes y colonos venidos de los cinco rincones allende el vasto mar.
No cumplía el cuarto de siglo cuando, junto a su hermano Pierre, abrió una herrería en la esquina de St. Philip y Bourbon, que le servía de máscara con la que ocultaba el mucho más lucrativo arte de contrabandear. Lo cierto es que, bajo la dominación española, ciertos artículos (incluidos los esclavos) se habían encarecido a tal punto que el mercado negro constituía la única manera de satisfacer su demanda. A veces los representantes del poder dominantes – piratas y ladrones no ya románticos sino que hipócritas y despóticos – obligan al paisano a vagar por los caminos que están “fuera de la ley”, y en este campo fértil de la necesidad y la injusticia, florecen los oportunistas que organizan y distribuyen las tareas y los botines de una guerra eterna entre los que tienen y los que necesitan. Aquel fue el papel que desempeñó Lafitte en este capítulo de la comedia humana. Nueva Orleáns se hallaba idealmente situada: hacia el sur se extendía una molesta superficie plagada de pantanos y bancos de arena, laberinto acuático salpicado de islas bajas cubiertas de grandes árboles y espesas matas. En la bahía de Barataria, ocultos como las tortugas, serpientes, caimanes, garzas, pelícanos y flamencos que encuentran allí una armónica existencia, vivían los contrabandistas a la espera del próximo golpe, cazando, pesando y transportando a los esclavos que vendían en los mercados clandestinos de la ciudad a razón de 1000 dólares por cabeza. Mientras tanto, Lafitte administraba todo desde la herrería.
A partir de 1810, tras unificar los dos grandes bandos de filibusteros de la zona – conformando así un ejército de más de un millar de truhanes, armó y equipó una docena de corbetas y bergantines y los envió a las costas de Cuba para capturar barcos negreros y naves mercantes. Aquellos eran tiempos propicios paras la piratería. Todo el mundo en las Antillas estaba en guerra con todo el mundo (diferencias que tenían su origen en los conflictos del viejo mundo) y por si esto fuera poco, el poderío naval de los Estados Unidos era todavía ridículo (¡imagínenlo!) en aquella época.
El entonces carismático y acaudalado nabab (magnate), como gustaba considerarse, trasladó su cuartel general a Grand´ Terre, en el corazón de Barataria, donde se hizo construir una casona magnífica, espléndidamente decorada, provista del mejor vino de Europa y habitada por hermosas mujeres de todo el mundo. Si bien Lafitte se consideraba un corsario, nunca un vulgar pirata, al parecer no era muy aficionado a la navegación debido a su supuesta debilidad - dulce ironía de la vida - por los mareos. Sus riquezas aumentaban día a día como así los cómplices de su sistema de “mercado paralelo”, el cual se iba enquistando más y más en la sociedad naciente de Nueva Orleáns.
Tal vez una de las históricas relaciones de enemistad más poéticas – o al menos dramáticas – que se hayan conocido, fue la de Jean Lafitte con su archi enemigo William Claiborne, quien oficiaba nada menos que de gobernador en aquella próspera ciudad.
Asignado por el entonces presidente Jefferson, Claiborne era un tipo recto y justo, aunque al parecer un tanto desconfiado. Odiaba a Lafitte, lo odiaba profundamente, y sabía muy bien de su influencia e importancia (lo cual consciente o inconscientemente desemboca en el respeto), pero sobretodo desconfiaba de él.
Organizó una fuerza de rastreo que se pasaba meses en los pantanos persiguiendo la huella invisible de una presa que más parecía reírsele en la cara que huir despavorida. En una ocasión, un grupo de rastreadores fue capturado por la gente del corsario declarado y éste los envió de regreso a la ciudad cargados de regalos para el gobernador y con una carta muy cortés en donde se leía lo siguiente: “Deseo que sepa usted que soy contrario a semejantes contiendas, pero al mismo tiempo, quiero que comprenda con toda claridad que prefiero perder la vida a perder mis bienes.” Esta actitud entre amable y burlesca encolerizaba a Claiborne, e insuflaba en él ese sentimiento de recelo y suspicacia (mezclado seguramente con la admiración y la envidia) que lo llevó a cometer un error por poco irreparable.
Desconfió de él cuando, en el verano de 1814, le ofreció su ayuda en la defensa de sus fronteras frente a la inminente invasión de una flota inglesa que se estaba concentrando en Jamaica. En aquella oportunidad, Lafitte declaró: “Aunque proscrito por mi patria adoptiva, nunca dejo escapar la más mínima ocasión de servirla o de demostrar que en ningún momento he dejado de amarla.” Las tropas americanas al mando de Claiborne, dejaban mucho que desear tanto en número como en armas, razón por la cual dicha propuesta, respaldada por más de mil hombres recios y 7.500 pedernales (munición), caía del cielo como una bendición. Sin embargo el orgullo dominó a Claiborne, quien no tuvo mejor idea que responder a la oferta empapelando carteles por toda la orbe en donde se ofrecían 500 dólares por la cabeza del corsario. Al día siguiente, Lafitte junto a un puñado de los suyos, se presentó altivo en la ciudad y contrarrestó, entre risas y jolgorio, clavando a su vez pasquines que ofrecían 1500 dólares por la cabeza del gobernador.
Cuando lograban atraparlo, si no le permitían pagar la fianza, de alguna u otra forma (aquí entre nosotros, sobornando a los carceleros), conseguía escapar. La persecución y las molestias no le daban descanso, pero así y todo, siempre se mantuvo fiel a su palabra de honrar el país, como cuando cortes, pero tajantemente, se negó a prestar ayuda a los ingleses en el asunto de la invasión, no obstante el ofrecimiento de 30.000 dólares y el nombramiento de capitán de la Armada británica.
Al final fue el general Andrew Jackson, que acudía en defensa de Nueva Orleáns, quien accedió a la proposición de Lafitte de colaborar en la batalla. Ambos líderes se reunieron en secreto para pactar el acuerdo y organizar el contraataque. Los ingleses superaban por 3 a 1 a los norteamericanos, pero éstos – ayudados por los filibusteros – dominaban el terreno y se dividían en pequeños grupos siguiendo las técnicas de guerrilla, que eran consideradas como “incivilizadas” por el enemigo. Según los informes oficiales (lo que es como decir “cuenta la leyenda”) 2.600 fueron las bajas británicas frente a 21 americanas. Cuesta creerlo, pero lo que no cave en dudas, es que la victoria fue para Jackson, Lafitte y los que indistintamente lucharon bajo el rótulo de ciudadanos del nuevo mundo.
La victoria se festejó con un desfile por las calles de una ciudad que se sabía resucitada. Los hermanos Lafitte saludaron a las mozas montando en sus caballos detrás del general Jackson, y en el baile de aquella noche, el gobernador Claiborne llegó a un acuerdo de paz con su “enquistada molestia”, el apuesto y alegre corsario de Barataria.
Varias fueron sus andanzas luego de la gran batalla contra la flota inglesa. Anduvo un tiempo por Washington, visitó Santo Domingo y luego se estableció en la isla donde actualmente se encuentra la ciudad de Galveston, Texas. Allí reorganizó su ejército de malandras y se enamoró de una jovencita muy hermosa quien murió a los pocos años sumiéndolo en una amarga depresión. Por si esto fuera poco, con el tiempo se hacía cada vez más difícil burlar a las autoridades, y tras varias capturas y no menos ahorcados, el ahora decadente corsario se vio obligado a abandonar su patria por adopción.
Desapareció con el mismo misterio con el que había surgido. Se dice que continuó con sus actividades en América del Sur, que murió víctima de las fiebres en Yucatán, y que llevó una vida incógnita y tranquila en Alton, Illinois, donde murió ya anciano. Sea como fuere, lo cierto es que este insólito personaje no pasó desapercibido. Mezcla indefinible de los valores más contradictorios, su vida fue una “eterna juerga” plagada de alcohol, honor, mujeres, patriotismo, violencia...y alegría. Tal vez lo de “romántico” no haya estado tan errado después de todo.

James Cook

Dilatando el universo

¿Qué es lo que hay allende las aguas conocidas? ¿Qué esconden esos esquivos horizontes? Quiero ir más allá. Quiero ser el primero. Expandir la mente de los hombres... expandiendo primero sus terrenos.

Hijo de un labrador escocés asentado en Marton, una pequeña villa de Yorkshire, James Cook nació en el año 1728, entre el amor de una modesta familia trabajadora y los aromas y colores de la legendaria campiña inglesa.
Creció en sintonía con el campo y las arduas labores de la tierra, hasta llegar a los animados 16 años. Fue entonces cuando sus padres decidieron que James, por las aptitudes demostradas y su espíritu voluntarioso, merecía un futuro más promisorio. Así, el joven adolescente que no conocía mundo más allá de sus colinas natales, se dirigió al norte, al poblado de Staither, con el objetivo de cubrir una vacante como asistente en una tienda de ramos generales.
Su dueño, el señor Sanderson, era un hombre serio y responsable, pero también bondadoso y paternal; muy pronto tomó sincero cariño por su nuevo empleado, un chico honrado y muy inteligente, que aprendía rápido y tenía, como lo supo mantener durante el resto de su vida, una enorme confianza en sí mismo.
Staither bordeaba un río por el cual iban y venían pequeñas embarcaciones de pescadores de agua dulce. Estos nobles personajes, ruidosos y divertidos, rápidamente colmaron el interés del chico que, ni bien cerraba la tienda, se encaminaba raudo a las cantinas a escuchar las viejas historias -mitad verídicas, mitad fabuladas- que estos hombres no tardaban en narrar. Poco a poco, el joven James empezó a sentir una enorme intriga por todo lo referido al mar y la navegación. Las respuestas no se hicieron esperar.
En el otoño de 1746, el joven interino, recomendado por Sanderson y autorizado debidamente por su padre, se dirigió a Whitby, un pequeño poblado costero, donde fue gratamente acogido como aprendiz de marinero por un tal John Walter, comerciante marítimo de aquella localidad. Por aquel entonces, James tenía ya 18 años, una edad relativamente avanzada para encarar “la carrera del viento y el mar”. Pero el muchacho no se dejó intimidar por ello y, con el esfuerzo como constante y una elogiosa determinación por alcanzar sus objetivos –sumado a esto su innata devoción por la vida abordo- muy pronto alcanzó la sabiduría empírica suficiente como para embarcarse rumbo a Londres, Liverpool e incluso a confines tan alejados como Irlanda y los Países Bajos.
La compañía de Walter transportaba carbón, mineral arto esencial en aquella época, utilizado para dar impulso a la intrincada mecánica de las grandes ciudades. Su constante demanda hizo que los 9 años en que Cook estuvo bajo las órdenes de Walter, fueran increíblemente prodigiosos en cuanto al aprendizaje en alta mar. Sortear, bajo la presión del tiempo y las terribles tormentas, las famosas aguas del Báltico, el Mar del Norte, el Canal de la Mancha y aquellas que se codean con las majestuosas costas celtas.
Así y todo, el aún anónimo James Cook, quien en ese entonces hubiese podido optar por una tranquila y segura carrera como traficante (en el sentido legal de la palabra) de carbón y otros productos del estilo, dibujaba en su mente los contornos de horizontes más lejanos. Su sedienta curiosidad e inmensurable espíritu de aventura –acaso el más increíble y a la vez “satisfecho” de todos los que alguna vez hayan existido- obligaron a este buen inglés a partir rumbo a un nuevo destino: Portsmouth.
Su trayectoria en la Marina Inglesa comenzó junto con la inminente guerra que la pequeña isla se vio obligada a sostener con la tierra de los galos, debido a serios conflictos en el continente, donde Prusia –aliada de Inglaterra- se enfrentaba contra la Alianza germano-francesa.
En febrero de 1758, a los 29 años de edad, y luego de una merecida promoción a Master, Cook se embarcaba en el HMS Pembroke que extendía sus velas rumbo a las costas de la lejana y salvaje Norteamérica. Si bien para la Marina esto significaba una importante campaña de conquista (disputada entre éstos y los franceses) para James era algo mucho más importante que la obtención indiscriminada de tierras lejanas. Con este episodio su vida, y la del resto de los habitantes del mundo occidental, dan un giro hacia lo desconocido. ¡Por fin vislumbra su anhelada oportunidad de “conocer el mundo”!
Durante el lustro posterior a la sangrienta guerra de los 7 años, en la cual Cook participó activamente a bordo del HMS Pembroke, conquistando finalmente el codiciado asentamiento francés en Québec, el famoso marino dedicó toda su energía y dedicación profesional a la lenta y engorrosa tarea de la cartografía. Inspirado por las enseñanzas de Samuel Holland, cartógrafo oficial de la Marina Inglesa, Cook se introdujo en el mundo de los planos y derroteros, la ubicación de posibles puertos navegables, los accidentes geográficos, arrecifes y demás peligros de la mar.
Algunos años atrás, cuando la flota inglesa soportaba pacientemente el crudo invierno a la espera de la última gran batalla (y con ella la conquista de Québec), James conoció a este hombre que cambiaría su vida para siempre. Fue Holland quien le abrió las puertas al fascinante mundo de la geografía y el trazado de las cartas náuticas. Lo que para muchos era (y aún es) una disciplina lenta y aburrida, para Cook resultaba la más increíble labor que un marinero de su embargadora podría soñar.
Hasta finales del año 1766, éste y otros temas complementarios ocuparon su existencia por completo. Mientras sus pares, miembros todos ellos de la nobleza, se encontraban estudiando en la Real Academia Británica bajo la protección de los mejores profesores de la época, Cook reforzaba sus conocimientos de manera pasional y autodidacta: aparte de la ya mencionada cartografía, los misterios de la astronomía, la utilización de los instrumentos de navegación y medición más desarrollados y el estudio para la prevención del escorbuto (enfermedad causada por la falta de suplementos vitamínicos –especialmente vitamina C- típica de los viajes largos en donde se hacía imposible contar siempre con frutas y verduras frescas).
Es fascinante contemplar cómo las diferentes circunstancias de la historia se entrelazan de las formas más inusitadas dando como resultado acontecimientos por demás inesperados. ¡¿Quién pudiera haber predicho jamás que un desconocido niño del norte de Inglaterra, hijo de humildes campesinos, a quien se le vio detrás de un mostrador vendiendo leche y azúcar a precios rebajados, sería el feliz descubridor de todo un nuevo continente, y esto únicamente gracias a una insólita atracción por una disciplina científica casi desconocida?!
Ocurrió en el año 1768, en los comienzos de un nuevo verano, cuando acababa de ser promovido a lieutenant (teniente), que nuestro querido James se vio inmerso en una de las más grandes propuestas náuticas y científicas que jamás se habían organizado en la historia de la Marina Real: El valiente Cook, ya bien conocida su reputación de excelente navegante, hábil cartógrafo y entusiasta hombre de ciencia, debía comandar el Endeavour, una rápida y ligera nave transoceánica modernamente diseñada, a través de los siete mares en busca de la aventura y un mayor conocimiento de la madre naturaleza.
Concretamente hablando, los objetivos principales de la travesía eran básicamente tres:
1) Dirigir un grupo de astrónomos hacia una isla recientemente descubierta en el Océano Pacífico (hoy conocida como Tahití) para, una vez allí, registrar el tránsito de Venus en una fecha determinada del año siguiente (este fenómeno es observable desde la tierra aproximadamente cada 100 años, y a veces más) y así participar de un procedimiento de observación internacional del susodicho planeta, con el fin de corregir y precisar las distancias entre los cuerpos celestes de nuestro sistema solar.
2) Efectuar todo tipo de observaciones, registros y recolección de flora y fauna autóctona, en los distintos puntos del recorrido. Esta tarea estaba a cargo de un eficiente equipo de naturalistas y dibujantes (fotógrafos de la época) que pertenecían a la clase culta y aristocrática del reinado británico, con el famoso Joseph Banks –excelente botánico y amante de la vida animal- como el líder indiscutido del grupo.
3) Hacer uso de la suprema habilidad de Cook como capitán y cartógrafo para mejorar las cartas náuticas que se tenían hasta la fecha de pasajes tan lejanos como el Cabo de Hornos, las islas del Pacífico y del Indico, además de –y este era el más importante de todos los objetivos- aclarar el misterio de la leyenda del continente perdido. Conocido como Terra Australis Incognita, centenarias crónicas hablaban de una inmensa isla, o un pequeño continente, que al parecer descansaba al sur del Asia Oriental, y que hasta entonces nadie había podido dar una demostración de su existencia. Cook debía encontrar esas tierras y declararlas territorio colonial británico.

Sucedió entonces que el 26 de agosto de 1768, sumido en el mayor éxtasis emocional (así cuentan las crónicas) y consciente de las dificultades y peligros que dicha empresa escondía bajo la misteriosa manga de su vasto atuendo mitificado, el flamante Capitán Cook emprendió la marcha rumbo a América, para dar comienzo a tan increíble travesía.
En los primeros meses de su viaje, tras una breve pasada por Madeira, el Endeavour recorrió las costas de Brasil y el sur de la Argentina, aprovechando las corrientes amigas de “las tierras del fuego”, aquel inhóspito paraje poblado de inmensos y afilados picos montañosos, arropados por densas nubes grises, bajo las cuales solían agazaparse los exponentes humanos acaso más primitivos de aquella era: los yaganes, criaturas misteriosas que cubrían sus desnudos con grasa de foca para protegerse del golpe, constante e inflexible, de los vientos marinos. Tribu nómada la de los yaganes, patética y a la vez maravillosa, deambulando sin rumbo fijo entre las costas del Canal de Beagle y los bosques del norte, territorio de los Onas –tribu de altos y belicoso guerreros- mejor organizados y, por cierto, mucho más sofisticados.
Una vez en la punta sur del continente americano, la tripulación juntó coraje y se encaminó respetuosamente hacia el famoso Cabo de Hornos (errónea traducción del holandés Hörn que, tanto en éste como en inglés, quiere decir “cuerno”, haciendo alusión seguramente a la forma de los picos cordilleranos que se adivinan desde el agua).
Ya en aquellos tiempos (¡sobretodo en aquellos tiempos!) se sabía de lo peligroso que este pasaje puede resultar para cualquier embarcación que se proponga atravesarlo. Se conocían innumerables historias de naufragios y horribles muertes, causadas por las inmensas olas y los fuertes vientos que en este rincón del océano se figuran descomunales (se asegura que las olas superan los 30 metros de altura). Celoso de su escondite, algunos desafortunados experimentan allí la verdadera ira de Poseidón, amo y señor de los mares.
Sin embargo, para bien de los “huéspedes” del Endeavour –como también para el imperio británico y su afán por encontrar primero la mítica “Terra Australis Incognita”- en esta oportunidad el majestuoso dios sumergido no hizo alarde de satisfacer sus caprichos y así la embarcación surcó, alegre y agradecida, las aguas del “Cabo de los Cuernos”.

James Cook

La Venus de Tahití

“Cada 120 años, aproximadamente, una mancha negra se desliza a través del Sol. Pequeña, negra como la tinta, casi perfectamente circular, no es una mancha ordinaria. No todos pueden verla, pero entre los que lo logran, algunos experimentan un sentimiento extraño, como estar de pie, con los dedos de los pies enterrados en la arena de una playa, en una isla del Pacífico Sur...”

Mirando directo al sol
El 12 de agosto de 1768, el Endeavour de Su Majestad salió de Inglaterra con rumbo a Tahití. La isla había sido "descubierta" por los europeos apenas un año atrás en una parte de la Tierra tan pobremente explorada que los topógrafos no podían ponerse de acuerdo si existía allí un gran continente o no. Cook tuvo que navegar a través de miles de kilómetros de mar abierto, sin GPS, ni siquiera un buen reloj de pulso para contar el tiempo de navegación, solo para encontrar un pedazo de tierra de 30 kilómetros de diámetro. Cook, que era un tipo más bien optimista, esperaba que por lo menos la mitad de su tripulación pereciese.
Su misión era llegar a Tahití antes de Junio de 1769, establecerse entre los nativos, y construir un observatorio astronómico. El capitán y su tripulación observarían a Venus deslizarse a través de la cara del Sol, y de esta manera medirían nada menos que el tamaño del Sistema Solar. O al menos esa era la esperanza de la Real Academia de Inglaterra, la cual financió el proyecto.
En el Siglo XVIII, el tamaño del Sistema Solar era uno de los mayores rompecabezas de la ciencia, igual que hoy lo es la naturaleza de la materia y la energía oscura. En los tiempos de Cook, los astrónomos sabían que había seis planetas en órbita alrededor del Sol (Urano, Neptuno y Plutón aún no habían sido descubiertos), y también conocían las distancias relativas entre dichos planetas. Júpiter, por ejemplo, está 5 veces más lejos del Sol de lo que está la Tierra. Pero ¿cuán lejos es eso... en kilómetros? Las distancias absolutas eran un misterio.
Venus era la clave. Edmund Halley se dio cuenta de esto en 1716. Vista desde la Tierra, Venus ocasionalmente cruza el disco del Sol. Parece como si un disco negro se deslizara suave y lentamente entre las verdaderas manchas solares. Si se anotasen las horas de inicio y fin del tránsito desde dos lugares separados por una gran distancia sobre la superficie terrestre, razonó Halley, los astrónomos podrían calcular la distancia a Venus usando el principio del paralaje. La escala del resto del sistema solar sería pan comido. Pero había un problema: los tránsitos de Venus son raros. Vienen en pares, uno primero y después de ocho años el otro, separados luego por aproximadamente 120 años. Si Cook y los otros fallaban en 1769, ningún astrónomo sobre la Tierra estaría vivo para la siguiente oportunidad, en 1874.

Avantgarde
La expedición de Cook es a menudo comparada con una misión espacial: "El Endeavor no estaba solamente haciendo un viaje de descubrimientos", escribe Tony Horwitz sobre el viaje de Cook en su libro Latitudes Azules, "era también un laboratorio para probar las últimas teorías y tecnologías, de modo similar a lo que hacen las naves espaciales hoy en día".
En particular, la tripulación del Endeavor actuaría como conejillos de indias en la lucha de la Marina contra el "azote de los mares": el escorbuto. El cuerpo humano puede almacenar solamente una ración suficiente para 6 semanas de vitamina C, y cuando se acaba, los marineros experimentan lasitud (entre otras cosas, las encías se descomponen produciendo hemorragias). Algunos navíos del siglo XVIII perdieron la mitad de su tripulación debido al escorbuto. El cocinero llevaba una variedad de comidas experimentales a bordo y alimentaba a la tripulación con cosas como chucrut (col agria) o puré de malta. Cualquiera que se rehusara a comer su ración sería flagelado. De hecho, Cook tuvo que castigar a uno de cada cinco hombres en su tripulación, “el promedio para la época”, de acuerdo a Horwitz.
Al llegar Cook a Tahití en 1769, había estado navegando hacia el oeste por ocho meses, casi tanto tiempo como les llevaría a los astronautas un viaje a Marte. Conforme se acercaba a Tahití, el Endeavor era en extremo vulnerable. No había contacto con “Control de misión", ni imágenes del clima vía satélite para prevenir las tormentas, ni ayuda de ninguna clase. Cook navegaba usando relojes de arena y cuerdas con nudos para medir la velocidad del barco, además de un sextante y un almanaque para estimar la posición del Endeavor por medio de las estrellas. La labor se hacía difícil y peligrosa.

La isla, la Venus y el sol
Increíblemente, arribaron casi intactos el 13 de abril de 1769, a dos meses del tránsito venusiano: "En ese momento teníamos muy pocos hombres en la lista de enfermos y en general la tripulación se encontraba en buenas condiciones de salud, lo cual se debió en gran parte a la col agria", escribió Cook.La isla era cómoda y bien acondicionada para la vida humana; los nativos eran amigables y estaban dispuestos a negociar con los hombres de Cook. Banks la describió como "el retrato más exacto y real de una arcadia, idílica y pacífica, que la imaginación pudiese formar". Sin embargo la flora, la fauna, las costumbres y los hábitos de Tahití eran radicalmente diferentes a los de Inglaterra; la tripulación del Endeavor -muchachos rudos y algo desalineados- se encontró a sí misma sorprendida y absorta en aquél entorno.
No es ninguna sorpresa que Cook y Banks tuvieran tan poco que decir acerca del tránsito cuando finalmente ocurrió el 3 de Junio de 1769. El pequeño disco de Venus, que solo podía ser visto a través de telescopios especiales traídos desde Inglaterra, no pudo siquiera competir con la exótica Tahití.
La anotación de Banks en el día del tránsito consiste de 622 palabras, y menos de 100 de ellas se refieren a Venus. Como tema principal, narraba un desayuno que compartió con Tarróa, el rey de la isla, y con la hermana de Tarróa, Nuna, y más tarde durante el día, una visita de "tres bellas mujeres". De Venus, dice: "fui con mis compañeros al observatorio llevando conmigo a Tarróa, Nuna y algunos de sus sirvientes principales; les mostramos el planeta deslizándose sobre el Sol, y les hicimos entender que veníamos con el propósito de verlo. Después de esto regresaron y yo con ellos". Punto. Si el rey o el propio Banks mismo se impresionaron, Banks nunca lo mencionó.
Cuando todo estuvo dicho y hecho, las observaciones del tránsito de Venus de 1769 desde 76 puntos del globo terrestre, incluyendo los de Cook, no fueron lo suficientemente precisas como para medir la escala del Sistema Solar. Los astrónomos no pudieron hacerlo sino hasta el siglo 19, cuando usaron la técnica de la fotografía para registrar el siguiente par de tránsitos.
El eterno retorno
Cook no podía gastar todo su tiempo en estos asuntos; había mucho más por explorar. Las órdenes secretas de la Marina le mandaban dejar la isla cuando el tránsito terminase y buscar un nuevo continente entre Nueva Zelanda y Tahití.
Durante gran parte del año siguiente, el Endeavor y su tripulación recorrieron el Pacífico Sur, buscando aquel gran continente. En algún punto perdieron vista de tierra por casi dos meses, pero la “Terra Australis Incognita”, la desconocida "Tierra del Sur" no aparecía.
A lo largo del camino, Cook conoció a los feroces Maoríes de Nueva Zelanda y a los aborígenes de Australia, aquella gran isla de cuyo tamaño, sin embargo, tenía una idea muy equivocada (al igual que Colón con América, Cook jamás fue consciente de las verdaderas dimensiones de este pequeño continente).
Más tarde, durante una estadía de 10 semanas en Yakarta para hacer reparaciones, siete marineros murieron de malaria. El puerto estaba densamente poblado de gente y de enfermedades. Cook se marchó de allí tan pronto como pudo, pero el daño estaba hecho. Al final, 46 hombres de la tripulación perecieron (incluyendo entre ellos al astrónomo Charles Green), la mayoría debido a enfermedades contraídas en Yakarta: "La tasa de mortalidad del 40% no fue considerada como extraordinaria en aquellas épocas", escribe Horwitz. "De hecho, Cook sería más tarde condecorado por la excepcional consideración que mostró por la salud de su tripulación".
En Julio de 1771, Cook regresó a Inglaterra en el navío Deal. La tripulación sobreviviente del Endeavor había circunnavegado el globo, catalogado miles de especies de plantas, insectos y animales, y había entrado en contacto con “nuevas” agrupaciones de seres humanos diseminadas a lo largo y ancho de un océano hasta entonces prácticamente desconocido. Sin dudas, toda una aventura épica.
Al final, el tránsito de Venus fue tan solo un pequeño aditivo de la primer gran travesía de James Cook, aditivo claramente opacado por Tahití y su gente extraordinaria. Así y todo, la historia de este astuto marinero recién comienza y aún quedan dos largos viajes por recorrer.
Como él mismo dijo alguna vez:
"No sólo ambiciono llegar más lejos que ningún otro hombre, sino llegar lo más lejos que le sea posible al ser humano"

Fuente principal: Dr. Tony Phillips (Portal de Internet de Science@NASA)

James Cook

El hombre de los cinco continentes

Luego de pasar una infancia difícil y de tener que valerse por si mismo a muy temprana edad, James Cook descubre su pasión por la navegación casi por casualidad. Una vez que se subió a un barco, su vida, y la de muchos otros, cambió para siempre. Y cambió en serio. James Cook, sin dudas uno de los descubridores más importantes de la Historia.

Terra Australis Incognita
Los importantes descubrimientos geográficos obtenidos en este primer y notable viaje, merecieron la aprobación general. Dos meses más tarde, recibía la orden de preparar una nueva expedición para el descubrimiento de la imaginaria Terra Australis Incognita, aquella porción de fantasía de la que aún muy pocos elegían olvidar. Una vez en Inglaterra, fue promovido a comandante y presentado al rey Jorge III. En 1772, partió al mando de la nave Resolution. Lo secundaba otro barco, el Adventure.
Se dirigió al Mar Antártico, donde buscó el camino entre los grandes icebergs, siempre tratando de llegar lo más al sur posible. Pasaron los meses del invierno en Nueva Zelanda, donde cultivaron algunos vegetales y desembarcaron algunos animales ingleses.
De vuelta al mar, recuperó el rumbo sur y consiguió abrirse camino hasta llegar a los hielos de la Antártida. La rodeó por completo y regresó a Inglaterra tomando para la Corona gran cantidad de islas que encontró en su camino, un camino que ningún otro barco había seguido con anterioridad.
Llegó a las islas que hoy llevan su nombre (a las que él denominó Hervey), y al año siguiente alcanzó las islas Vanuatu, las Marquesas y la isla de Pascua. De regreso, descubrió las islas Sandwich del Sur y las Georgias del Sur. Esta expedición demostró que no existía tal continente austral, sino la masa de hielo antártica... algo, digámoslo, igual de impresionante.Tras ser ascendido a Capitán de Navío por la campaña que se inició en el Antártico, y que finalizó el 30 de julio de 1775, se le destinó al hospital de Greenwich siendo elegido miembro de la Sociedad Real, y conferida la medalla de oro destinada a la mejor Memoria del año sobre navegación práctica. En esta memoria daba una minuciosa relación del excelente método que había adoptado para conservar la salud de sus tripulaciones, resultado de sus investigaciones sobre la naturaleza y uso de los antiescorbúticos (recordemos que el escorbuto es una enfermedad que sufrían los marineros de la época por falta de vitaminas y otros componentes vitales propios de las frutas y verduras frescas, algo que siempre escaseaba entre las provisiones de la mayoría de las flotas).

Ese oculto paso por el norte
Ofrecida por el parlamento una recompensa de 20.000 libras al que descubriese un paso al NO que uniera el Océano Pacífico con el Atlántico (por encima de América del Norte), Cook se brindó a tomar el mando de una expedición con el objeto de cerciorarse de la posibilidad de tal descubrimiento.
En 1776, y con la intención de hacer una tentativa por el estrecho de Bering, salió de Plymouth con la Resolution y la Discovery, ésta última comandada por el capitán Clerke. Visitaron la Tierra de Van Diemen, Nueva Zelanda, Otaheite y las Islas Friendly, tomaron rumbo norte hacia Norteamérica.
Después de remontar hasta los 65º de latitud norte con el objeto de hallar un paso al Atlántico –cosa que no pudo conseguir- determinó invernar en el Pacífico ecuatorial, descubriendo algunos pequeños grupos de islas.
Más tarde navegó hacia el archipiélago de los Amigos, haciendo un crucero de algunos meses. En enero de 1778 puso proa nuevamente hacia el norte en su segundo intento por descubrir tan ansiado paso a través de los hielos eternos del ártico. En dicha travesía descubrió y circunnavegó las islas Sándwich (hoy Hawaii), a las que dio este nombre en honor del conde de Sándwich. Ganó la costa de América del Norte a los 44º 33' en marzo y, no encontrando pasaje a través de ella, ancló en el país de Vancouver (actual Canadá), situado en el estrecho de Nutra. Más tarde, exploró los estrechos de Prince, William y Hooks-Inled, e hizo rumbo al estrecho de Bering, llegando a principios de la primavera de 1778. Una vez allí, fue detenido por una infranqueable barrera de hielo que le obligó a retroceder.Habiendo reconocido cuidadosamente el grupo de las Aleutianas, y determinado el punto más occidental de América, llegó a la punta conocida con el nombre que él le dio de Cabo del Hielo el 18 de agosto de 1778. A finales de ese mismo mes, ordenó la retirada ante la imposibilidad de mayor avance.
De regreso a las Sándwich, donde quería invernar y prepararse para una nueva tentativa hacia el norte, descubrió la isla Hawaii (la mayor y la que da el nombre actual a todo el archipiélago), y la de Maui.

La vida por la barca
Los nativos los recibieron con grandes honores por confundirlos con el Dios Lono y su tropa de inmortales. Cuando un miembro de la tripulación murió en la isla y fue enterrado, los nativos empezaron a sospechar y a mostrarse violentos.
Cook poseía gran fama entre las tripulaciones porque sus viajes eran de los más seguros. A excepción de la epidemia que asoló su nave en el primer viaje, el resto de sus expediciones trajeron de regreso a casi todos los miembros de sus dotaciones. Intentando evitar situaciones peligrosas, Cook decidió abandonar la isla, pero tuvo que regresar al cabo de una semana para reparar la rotura del trinquete. Enseguida comenzaron los problemas.
Durante la noche del 13 de febrero de 1779 fue robado uno de los botes del Discovery, y Cook ordenó apoderarse del Rey local y retenerle prisionero hasta que la embarcación fuese restituida.
Con un teniente y nueve hombres más, desembarcó en la playa el 14 de febrero. Cuando ya estaban cerca de la chalupa que lo llevaría a su momentáneo cautiverio, al Rey le asaltó cierto recelo y se negó a embarcar. Sus mujeres, que estaban junto a él, comenzaron a lamentarse, y un disparo, hecho para intimidar la vuelta de una canoa que dejaba la bahía, mató desgraciadamente a uno de los jefes. Los nativos, llenos de furia, se precipitaron sobre Cook y sus hombres. Cuatro de los marineros que corrieron a auxiliarle fueron muertos inmediatamente. Los restantes se replegaron hacia los botes y el capitán James Cook, mortalmente herido en la espalda por una lanza, cayó muerto en el mar.
Siete días después pudieron recuperarse los cuerpos, a los que se dio solemne sepultura en la bahía. El mando de la expedición lo asumió el capitán Clerke.

Epílogo
La muerte del capitán Cook produjo un sentimiento general, y el Rey de Inglaterra asignó respetuosas pensiones en libras esterlinas a la esposa e hijos del gran navegante y explorador. En 1874 se erigió un obelisco en el lugar donde encontró la muerte. Pese a haber pasado gran parte de su vida en el mar, tuvo ocasión de formar una familia. A la edad de treinta y cuatro años, se casó con Elizabeth Batts, matrimonio del que nacieron seis hijos, la mitad de los cuales murieron en la infancia. De los tres hijos restantes, dos fueron marinos. Cook contribuyó a aclarar la configuración del Pacífico, ganó la batalla del navegante contra el escorbuto gracias a la alimentación adecuada y aportó gran cantidad de conocimientos en muchas áreas gracias a sus sofisticados e innovadores métodos científicos.
Los tres viajes épicos de este gran Capitán del siglo XVIII, fueron los tres últimos verdaderos viajes de descubrimiento. Cuando se embarcó para surcar el Pacífico en 1768, un tercio del globo aún permanecía “incógnito”. Para cuando murió en aquel fatídico 1779, el mundo ya tenía sus rincones bastante bien delimitados. Cook exploró la superficie terrestre más que cualquier otro ser humano en la Historia, e introdujo a Occidente en un mundo de tabúes y tatuajes, caníbales y exóticos ritos sexuales. Sin embargo, y a pesar de una extensa bibliografía sobre su persona, los detalles de este humilde granjero que logró superar las barreras de una sociedad como la británica de aquellas épocas, aún se mantiene tan enigmático como las tierras que supo descubrir.



Lectura recomendada: “Blue Latitudes”, de Tony Horwitz
Tony Horwitz, oriundo de Washington D.C. y periodista graduado en la Brown University y la Universidad de Columbia, pasó varios años de su vida como corresponbsal de guerra, recorriendo más de 40 países con su esposa australiana. Trabajó para el The Wall Street Journal y el The New Yorker y obtuvo un premio Pullitzer en 1995.

En Blue Latitudes, Tony Horwitz se embarca en un viaje de descubrimientos. Siguiendo la ruta de Cook, revive las aventuras del Capitán a bordo de una réplica del Endeavour. Trabaja desde lo alto de un mástil de cien pies, duerme en hamacas y rescata el mundo del ron & látigo (simbólicamente, por supuesto). En tierra, visita a los nativos (ancianos aleutianos, maoríes, el rey de Tonga, Miss Tahití) y se toma unos tragos en el bar más rudo de Alaska o desentraña el secreto de los guerreros “diente rojo” de Savage Island (situada en el Atlántico septentrional). Así también, Horwitz explora a Cook, el hombre: sus prodigios, sus miedos, sus dudas, sus obsesiones.
Ideal para escapar un poco de las “versiones oficiales” y disfrutar de los detalles de una vida signada por la excepcionalidad llevada al extremo.