20/9/08

De qué están hechos nuestros dioses

“Porque si los hombres creen que esta tierra es el único cielo, tanto más procurarán hacer un cielo de ella.” (Sir Arthur Keith)

Hace ya algunos días que este joven muchacho de Acassuso, amigo de las olas y amante de las velas, tropezaba su existencia a 2000 mtrs. de altura - mojado hasta el subconsciente y ametrallando los dientes por el frío – justo en las caderas de un volcán que insinuaba sus restantes mil metros tras un misterioso velo de nubes frescas.
El Lanín es como una mujer hermosa e inteligente: atractiva pero impredecible, de caprichoso humor y sobretodo gran conocedora de su propio encanto. Única entre todas, sabe bien como desquiciar. Aquel día amaneció de muy mal humor y no paraba de lamentar sus penas dando soberbios resoplidos de furia en medio de una obscura tormenta.
Lógicamente, no llegamos a la cima; ni siquiera tocamos el refugio. A mitad de camino cacheteamos nuestros cuerpos citadinos 180 grados e iniciamos el retorno cuesta abajo hacia territorio conocido. “Demasiado viento”, decían. “Demasiadas quejas”, si a mí me lo preguntan. Pero así es la montaña, así son las verdaderas fuerzas de la naturaleza. ¿De dónde creen, si no, que surgieron todos esos dioses mitológicos?...y no me refiero solo a los griegos.

Hay muchos dioses dando vueltas por ahí. Los vemos todos los días, creemos poder controlarlos pero son ellos los que tienen las riendas del asunto. Y muy a menudo se aseguran de que no lo vayamos a olvidar. Como la vez que me encontraba en la costa mansa de nuestro cercano oriente - hace ya más de un lustro - a orillas de un atlántico invernal, y una pelirroja exuberante surgida de las mismísimas entrañas de aquel enorme esqueleto de madera, se nos fue de las manos y creció alto por encima de nuestras cabezas. Fogosa y dominante, derrochaba pasión en una danza nocturna e infernal. No habiendo forma de controlarla, fuimos esclavos de su tormento, partícipes de su existencia. El fuego, como la montaña, es un dios muy poderoso. Tan poderoso que solo otro dios es capaz de detenerlo. Un dios de múltiples formas, pero con un solo fundamento.

¿Como obtuvieron su reino sobre el centenar de corrientes menores los grandes mares y océanos? Por el mérito de estar más abajo que ellos; así es como obtuvieron su reino. (Laotse, filósofo taoísta chino)

Y así llegamos a nuestra amiga oceánica, aquella basta acumulación de agua y sal, enorme y misteriosa, profunda y sentimental. Ella también me enseñó su ira. Estábamos solos y ya era tarde de colores vivos. Nuestros cuerpos se envolvían entre arrecifes de coral. Debía penetrar mar adentro y ya asomaba la noche. No sé cual fue la excusa, pero de pronto la miré aterrado pues estaba enloquecida y tiraba golpes gritando locuras acerca de la vida. Estuvo así largas horas de luna. Nada la tranquilizaba. Le hablé con ternura susurrando cosas bellas al vacío; canté mil soles y mirarla fue el olvido. Todo era en vano. Solo ella, y por sus propias y ocultas razones, tomó la decisión de descansar.

Los dioses existen, no cabe duda al respecto. Son ellos la suma de todas las partes. ¡Cuántas veces nos hemos estancado momentos indefinidos mientras estas fuerzas de la madre tierra juegan con nuestros sentidos, quitándonos el individuo y haciéndonos uno con el universo! Las arrugas de la tierra, marcando una edad sin horizontes; las llamas de un fuego eterno, devolviendo nuestros cuerpos al suelo de donde vino; el líquido elemento, lubricante universal. Y al final del día, todas las miradas se inclinan hacia arriba en busca de nuestro primer hogar. Somos del mismo material del que están hechas las estrellas. Alguna vez, hace ya mucho tiempo, formamos parte de las mismas.

“La felicidad, tanto para la abeja como para el delfín, consiste en existir. Para el hombre es saber de la existencia y maravillarse con ella.” (Jacques Cousteau)

En mis años de presencia en este maravilloso mundo, los únicos dioses verdaderos que he conocido existen a partir de la relación que se establece entre los fenómenos de la naturaleza y nuestra propia percepción. Mientras ellos ofrecen su fuerza y complejidad, nosotros nos encargamos de buscarles un sentido. Así como sucede con la amistad y el amor, no son las partes lo que cuenta, sino la conexión entre las mismas.
Como alguna vez dijo Alan Watts – pensador y bohemio – en su Libro del Tabú: “Hasta ahora, los poetas y filósofos de la ciencia han usado la vasta extensión y duración del universo como pretexto para reflexionar sobre la insignificancia del hombre, olvidando que el ser humano, con ese “telar encantado”, el cerebro, es justamente quien transforma esta inmensa pulsación eléctrica en luz y color, forma y sonido, grande y pequeño, duro y blando, largo y corto. Al conocer el mundo lo humanizamos, y si, al descubierto, nos maravillamos ante sus dimensiones y complejidades, deberíamos felicitarnos igualmente por tener un cerebro para percibirlo.”

Así, el mundo entero es un gran Dios, y nosotros somos su conciencia.

No hay comentarios: