17/9/08

La leyenda del Beagle

Otoño de 1999 - Primera parte

Estaban en medio de las salvajes soledades de la Tierra del Fuego, las más desoladas y agrestes de la tierra. Por allí entraron, vinieron desde el Pacífico, los navegantes que las han pintado con tan tétricos colores; y por ahí también pasó Darwin, a bordo del “Beagle”, y les dio el nombre que se extendió luego a toda la Patagonia: “Tierra maldita”. ¡La tierra maldita! (Lobodón Garra, escritor argentino).

La tormenta ruge furiosa. Inmensas olas explotan súbitamente contra las duras rocas de la costa, desintegrando su existencia en mil pedazos. Aquel inhóspito lugar no es más que terror y oscuridad. El viento, inconcebiblemente frío para la mente del pálido mortal civilizado, envuelve la curtida y agrietada piel de estas sombras humanas. Agazapadas al acecho de su presa, permanecen inmóviles en la espera del instante preciso. La concentración es máxima; el efecto sorpresa, fundamental. Poco a poco se van acercando. La majestuosidad de la cruel naturaleza hace resonar de fondo una sinfonía infernal, silenciando el sonido de sus cautelosos pasos. Ya solo quedan unos metros. La muerte se asoma y sonríe. Muy pronto la víctima caerá y será el carnívoro alimento de esta gente, miembros temporales del pueblo más primitivo de la tierra. Triste descuido del señor.
De pronto, como surgida desde los umbrales del tiempo, una silueta gigantesca se desliza sosegadamente por las obscuras aguas del horizonte. Una extraña criatura flotante con largos brazos apuntando al cielo e innumerables pulmones inflados por el fuerte vendaval, se acerca lentamente justo en dirección a ellos. Sus mentes no logran comprender la dimensión de este suceso. Ni siquiera en su vocabulario existen palabras para describir lo que sus ojos están viendo. Y aún hay más: el monstruo marino no esta solo, alberga en su interior pequeños y ruidosos seres que recorren su cuerpo como los voraces insectos en su alocado festín. ¿Qué son? ¿Quiénes son? Ellos no lo saben.
Son los ingleses. Son sus hermanos.

Jemmy Button y las sombras del sur
Un alegre niño de extraño e intrigante aspecto, contemplaba absorto los rápidos y modernos vapores que escupían su larga columna de humo desde el interior. El pequeño trataba desesperadamente de comprender la magnitud de aquella máquina maravillosa, y aunque hacía un año que se encontraba en las lejanas tierras de los hombres blancos, todavía no había perdido la capacidad de asombro ante todo lo que le rodeaba. Su nombre era Jemmy Button, el mismo que le pusieron los marineros del Beagle cuando lo encontraron en Tierra del Fuego (button por botón, que fue con lo que le “pagaron” a su gente para dejar que se lo llevaran con ellos a Inglaterra). Pertenecía al pueblo de los Yaganes, pueblo nómade, habitantes de los confines más australes del planeta.
Los yaganes habitaban en el extremo sur de la Tierra del Fuego, la isla Navarino y demás islotes que recorren el famoso canal del Beagle. Limitados por fronteras naturales tales como el océano y las montañas del este, se veían imposibilitados de emigrar al norte debido a la presencia, en los bosques aledaños, de la terrible y amenazadora tribu de los Onas.
Nativos del sur, de alma guerrera y orgullosa, los Onas eran altos y fornidos (con un promedio masculino de 1.80 mts), contaban con armas sofisticadas (como el arco y flecha), y vestían ropas abrigadas hechas con pieles de foca o nutria con el pelaje dispuesto hacia adentro, al igual que lo hacían, y aún lo hacen, los esquimales. Atacaban sin rencor a todo aquel que osase atravesar sus territorios, por lo que los Yaganes no tenían más remedio que permanecer allí, probablemente en el territorio más inhóspito de todo el continente.
Lo interesante de esta gente es comprender el extraño comportamiento de sus costumbres. Eran desprolijos y caminaban siempre medio agazapados. Prácticamente no utilizaban ropa alguna con la cual combatir el frío; salvo algunos hombres que raramente usaban piel de nutria para cubrir sus hombros, los Yaganes vivían completamente desnudos. Tampoco conocían las armas, si no contamos los finos palos puntiagudos y las rocas de la playa que utilizaban como herramientas para dar muerte a las focas y demás animales que cazaban por el alimento. Los “Wigwams”, como llamaban a sus chozitas provisorias, no eran más que un montón de ramas y hojas amontonadas sobre un par de troncos ubicados a modo de cimientos. No duraban mucho tiempo en cada lugar, las cáscaras de mejillones y sus propias necesidades no se lo permitían, por lo que constantemente deambulaban de un sitio a otro, cobijándose bajo los Wigwans al calor de un fuego eterno, el mejor amigo del yagan, que siempre mantenían vivo y del cual nunca se alejaban demasiado, ni siquiera durante la pesca
(que practicaban en pequeñas canoas construidas a partir de un solo tronco, en cuyo interior siempre llevaban leña encendida).
No seguían a ninguna manada; no conocían la agricultura; no tenían fiestas ni rituales de ningún tipo; en su vocabulario, que por cierto era sorpresivamente complejo (más de 5000 palabras), no existía ninguna denominación referida a los dioses o creencias metafísicas; la sociedad era nula, no había linajes ni líderes, tampoco brujos o artistas de ningún tipo; incluso los lazos familiares eran débiles, los hijos abandonaban a sus padres a edad muy temprana, los hombres tenían varias mujeres, y por consiguiente, varios hijos de los cuales no se hacían cargo.
Así vivían, al borde del hambre y el frío, la indiferencia y el temor. Es increíble pensar cómo hacían estos seres para resistir, a duras penas, las inclemencias del tiempo y de ellos mismos. Pero lo hacían, soportaban silenciosos las desdichas de su destino.
Jemmy Button pertenecía a este mundo, y hacia el se dirigía. Fitzroy lo había recogido un año antes, junto con otros dos aborígenes más, una niña llamada Fuegia y un yagán adulto de apodado York, con el fin de civilizarlos para que luego, al regresar a sus tierras, llevaran las luces de la modernización al resto de su pueblo.
La primera parte estaba terminada (eso fue al menos lo que los ingleses creyeron), por lo que ahora únicamente restaba lo más fácil. Tan sólo debían encontrar el lugar, lo más exacto posible, donde los habían encontrado.

La Ira de Poseidón
El Beagle recorrió los mares del sur durante todo ese año, y Fitzroy se concentró en sus tareas de exploración y trazado de mapas. Tocaron los puertos de Bahía, Río de Janeiro y Montevideo, en donde el capitán actualizó las viejas cartas españolas del Río de la Plata, y luego bordearon muy aprisa las costas de la Patagonia, pasando de largo intencionalmente frente al Estrecho de Magallanes, debido a la impaciencia por llegar al hogar de los fueginos.
Cuando uno se acerca por altamar a Tierra del Fuego, en cualquier época del año, la personalidad del tiempo suele ser lúgubre y deprimente. El paisaje contiene todos los tonos posibles del gris: el agua, la tierra, el cielo. Incluso en los mejores días, una bruma misteriosa invade el entorno, cubriendo la costa y dejando a la vista únicamente los elevados y filosos picos de lo que vendría a ser la cola de La Cordillera de Los Andes.
Los caprichos del océano son impredecibles y mortales para cualquier embarcación que se vea atrapada en las fauces de su cólera: “Cuando se desencadenaba una tormenta antártica, el mar ondulaba con olas separadas por unos cuatrocientos metros de distancia, como si los Alpes rodasen, y el velero flotaba tranquilamente en las hoyas, pero casi se despedazaba cuando lo atrapaba el viento aullante en las crestas” (capitán W. Parker Snow, que rodeó varias veces al Cabo de Hornos, llamado así por ser la traducción incorrecta de “Cape Horn”, que tanto en inglés, como en holandés, quiere decir cuerno). Dichas crestas, basándose en las crónicas más respetables, han superado los cuarenta metros, pero según anécdotas contadas por el escritor Lobodón Garra, quién ha sido un gran conocedor del sur americano, existen relatos acerca de olas alcanzando la altura de riscos de más de setenta metros. Sin duda, estas aguas, que están al sur del “Cabo del Cuerno”, donde chocan con violencia el Pacífico y el Atlántico, han sido reconocidas como las más peligrosas del mundo.

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