17/9/08

India Nova

El Siglo de Oro

El Atlántico, inmensidad ondeante y majestuosa, infinita como el cielo, misteriosa como los obscuros confines del más allá. Sus aguas despiertan en los hombres la curiosidad del aventurero, alimentando de una nueva y reconfortante energía al intrépido rebelde que nunca se conforma con la realidad tal cual se la han pincelado. La imaginación es más exigente, busca llenar esos blancos manchones de ignorancia. Y así, el cuadro de la vida se expande como la vela súbita a la primer ráfaga de un viento nuevo y sorpresivo.

Nada detiene a aquel que finalmente ha encontrado su meta.

Eran épocas de dragones marinos y tortugas gigantes, dioses vengativos y terribles plagas diseñadas por la cruel inventiva del mismísimo Lucifer. Eran épocas de un miedo eterno, no tanto a la muerte, sino más bien a la vida misma. Pero la mente humana, inquieta y escurridiza, no siempre se deja llevar por el aplastante susurro de la resignación. Como en todas las épocas, existían en ésta unas cuantas excepciones.
Cristóbal Colón fue una de ellas. Américo Vespucci también. El uno cruzó y conquistó una nueva fantasía, “el paraíso en la tierra”, las aguas se redondearon a su paso y las mentes del viejo mundo celebraron una nueva era; el otro extendió esa fantasía, otorgándole una dimensión gigantesca, certeramente continental. Ahora sí se trataba de un auténtica realidad.
Un nueva “roca” en el océano, pura y virgen, plagada de colores nuevos, criaturas nunca antes vistas, un mundo en donde la gente corría desnuda y alegre, celebrando el éxtasis de la naturaleza que había encontrado en estos lares su máxima inspiración creativa. Un mundo en donde los hombres, si bien “micos parlantes, animalejos de pelaje humano” según los barbudos colonos, también eran conocedores de las guerras, el dolor, el poder y la injusticia.
Pero sobretodo, era un mundo pagano…y repleto de oro.

América colonial, historia de siete colores. Parece la estampa de un papagayo.

En las crónicas de estos dos grandes descubridores, el genovés Don Cristóbal y el florentino Américo, se descubre tanta poesía y poder narrativo que más que a fríos e insulsos cartógrafos o navegantes en misión oficial, corresponden al espíritu apasionado y lleno de vigor del artista cautivo, oculto en todas aquellas personas extraordinarias que, muchas veces sin siquiera proponérselo, han sabido colorear nuestra gris historia. Ambos personajes nos deleitan con sus relatos e impresiones iniciales del encuentro con este Nuevo Mundo. Pero con el tiempo, es decir, a través del estudio y la lectura cronológica de sus legados literarios, nos damos cuenta del curso que cada uno decide tomar, fruto de las circunstancias, así como de la esencia que los alimentaba.

¿Y qué ven los hombres desde los puentes de las tres carabelas? Indias de color cobre que asoman asustadizas por entre la selva desgreñada, desnudas como Dios la echó al mundo. Los cabellos de azabache caen sobre sus espaldas como pinceladas de brea. Los chiquillos, trepados en lo alto de los follajes, se confunden con los micos y dialogan con los loros. Sobre las anchas caras salvajes está la risa de los dientes blancos y la mirada maliciosa de esos ojillos negros. Caribe es como decir “indio bravo”, palabra de guerra que cubre la floresta americana.

Las primeras impresiones de Colón, plasmadas en papel tras el encuentro con el Caribe es, según Arciniegas (escritor centroamericano) “un canto muy hermoso”, lleno de vida y fascinación por estas islas que no dejan de sorprenderle. Lamentablemente, el diario de viaje del Almirante no será publicado sino hasta muy entrada la noche de su muerte.
Sin embargo, el legado más abundante de sus vivencias, aunque no por eso el más suculento, va a ser las cartas que con regularidad destinaba a la tierra de los reyes españoles. “Y así, capricho es de la suerte, la única pintura del Nuevo Mundo que no gusta es la de su propio descubridor”. No es que, como dijimos antes, careciera de talento en el momento de transmitir sus experiencias, ni que decir de las “delicias” que abrumaban los contornos de aquel paraíso terrenal, delicias que en su mayoría poco tenían que ver con la cosa religiosa . En las palabras de Samuel Eliot Morison, buen conocedor de todos sus pasos: “Colón, sin embargo, no dice nada de esto, ya que su diario está calculado para ser puesto bajo los ojos de una reina recatada”. Citando al mismo genovés: “Procure el gentilhombre que se pone a contar algún cuento o fábula, que sea tal, que no tenga palabras deshonestas, ni sucias, ni tan puercas, que puedan causar asco a quien las oye, pues se puede decir por rodeos, y términos limpios y honestos, sin nombrar claramente cosas semejantes, especialmente si en el auditorio hubiese mujeres”.
Don Cristóbal pertenece, o más bien corresponde, siendo el mismo italiano, a la España puritana de la reina Isabel, España que, tras la muerte de su “Purísima Majestad”, despierta y se regocija al calor de Felipe el Hermoso, esposo de Juana la Loca, quién quedará como heredera al trono: “…qué de apetitos se levantan, qué pasiones más ligeras las que explotan para que salte en pedazos la nación española.”

De los atamientos de la Mar Océana, que estaban cerrados con cadenas tan fuertes, te dio las llaves. Las Indias, te las dio por tuyas; tu las repartiste adonde te plugo, y te dio poder para ello. Él tuvo de ti muy grande cargo. Maravillosamente hizo sonar tu nombre en la tierra.

Cuántos milagros habrá presenciado esta alma inquieta, y cuántos desvelos sufrirá en vida, una vida a la borgiana, labrada de fortunas y desdichas. Descubrió un nuevo mundo, lo abrazó con sus sueños y lo dejó escapar, perdiéndolo para siempre.
Diecisiete carabelas, mil doscientos hombres a bordo, otros tantos haciendo cola en puerto para participar de lo que fue la empresa más frustrante de la historia. El retorno a esas islas maravillosas, esta vez una campaña en serio, inundada de expectativas. Sin embargo, paradojas de esta existencia absurda y juguetona, volvieron a la patria con las manos vacías. Oro era lo que buscaban, pero la tierra de “La Española” (llamada así por el mismo almirante), rehusábase a develar su brillante secreto.
Será él quien primero pise el continente virgen, aunque aún insista en eso de llamarlo “Las Indias”: “Pero ya un Colón cansado, recóndito, amargado, profético, que deja de ser una figura histórica para convertirse en un personaje de tragedia”. Fue su tercer viaje. La tripulación, una pandilla de criminales recién salidos de los huecos más obscuros de Castilla. “No tiene amigos, únicamente socios.” En su soledad recurre a la misericordia del Señor. Se vuelve tan místico y religioso como su reina, solo que en él brotan claros salpullidos de locura, esa locura que hunde cual fatalidad del destino.
Jamaica, escenario de un naufragio inevitable, lo único que faltaba para completar su crónico infortunio. Niños son lo sobrevivientes de la última aventura de Colón. Primero fueron una parva de marineros inconscientes, luego lo siguieron hidalgos, monjes y caballos, en su tercer intento se rodeó de sabandijas asesinas, y ahora, unos pocos niños, jovenzuelos de trece y catorce años que seguían a un lunático tras la pista del canal que los llevaría al otro lado de la “Gran Roca”. Pobres ilusos, Cristóbal el primero.

¡Alíviate de esas cargas, y oye una historia estupenda!

“No se puede avanzar en ninguna dirección en la vida de Florencia sin dar con un Vespucci.” Desde Simonetta Vespucci, quién sería la inspiración encarnada del gran maestro Botticelli, inspiración que, entre muchos otros cuadros, desembocaría en el famoso “Nacimiento de Venus”, hasta su sobrino político, Américo, dos años más joven que ella, de la misma edad que Colón.
Américo el magnífico. Don Cristóbal descubre, Américo da forma, hace la pintura inmortal de un nuevo mundo, “…es él un Botticelli para el mar que nace entre sus manos.” Lo que antes eran unas perdidas y bronceadas isliyas detrás del horizonte, ahora son un norte y un sur de tierras mágicas y misteriosas.
Hamacas y mujeres. De todo lo que ve es lo que más le atrae. Las primeras son suaves y se mecen dulcemente al compás del oleaje somnoliento, deleite de los dioses comparadas con las frías y duras camas europeas. Las segundas, tostadas venus del Caribe, “lujuriosas y de insaciable liviandad”, develaron a estos marineros libres y desterrados, los exquisitos placeres que una cultura abierta y despojada de tantos prejuicios, podía ofrecer.
Vespucci tiene lo que se dice una vida emocionante. Incansable explorador, recorre costa y tierra adentro por igual; guerrea y fraterniza cuando la ocasión lo dicta; adonde quiera que va, él y sus hombres producen una mezcla de terror, admiración, respeto y, sobre todo, fascinación en esta gente salvaje y supersticiosa que instintivamente le adjudican una identidad sobrehumana: “Qué contento produce su llegada a cada pueblo. Cómo los palpan, los acarician, los festejan. Para ellos es la mayor comida, la hamaca mejor tejida, la india más sabrosa de cada caserío.” Toda una experiencia para estos alegres barbudos afortunados.
Y así, sus cartas fluyen por todo el viejo mundo, se traducen a todos los idiomas. Por fin un hombre que logra cautivar al Renacimiento con sus palabras arrancadas como flores de estas tierras fabulosas. En la voz de un contemporáneo: “Si a estas tierras nuevas de que por primera vez nos habla Vespucci, ha de ponérseles algún nombre, no escojamos palabras afeminadas como Europa, Asia, África, (Oceanía permanecería ignorada durante un par de siglos más), llamémoslas con su nombre, que sean las tierras de Américo.” Y así queda bautizado el nuevo mundo, sin que el propio Vespucci llegue a saberlo.

El Caribe va ensanchándose, van descubriéndosele sus contornos bajo la luz de la violencia que encienden los conquistadores atrevidos. La isla de Santo Domingo, o La Española, surge como imagen de todas las colonias futuras que España tenga en América. En pequeño, se desarrolla en ella todo el drama. Quien conozca sus intimidades en los primeros cincuenta años, puede decir que ha visto, condensada, la vida de la América colonial…Allí se hacen las primeras armas, se matan los primeros indios, se recoge y juega el primer oro. A veces relampaguean al aire los puñales. Mas comúnmente, las blasfemias...Son cosas que pasan. No puede ayuntarse indios y blancos, siervos y señores, y esclavos de África, en una sociedad nueva, sin que ocurran escaramuzas.

Realmente ha sido un siglo tórrido e intenso para este viejo y cansado continente, tan “viejo” como cualquier otro, por cierto. Entre tantas otras conclusiones que podemos sacar del largo capítulo de la colonización, la impresionante influencia que un solo hombre puede causar en el gran libro de la humanidad, a partir de la inspiración de unas pocas páginas de su vida, es sin lugar a dudas una de las más relevantes.
Américo y Cristóbal fueron grandes por sus hechos, poseían la virtud impresa en su destino. El uno, alegre y movedizo, supo sazonar la imaginación de sus contemporáneos y darle nombre a este nuevo continente, el único llamado tras un personaje humano; y el otro, pionero y apasionado, amplió los horizontes de dos mundos mezclando sus encantos y caprichos, para legarnos lo que ahora nosotros, curiosa amalgama cultural , consideramos nuestro verdadero hogar. Humanos como el resto de los mortales, supieron, sin saberlo, amarrar la inmortalidad.
La historia de las migraciones humanas es un tema que ha fascinado al curioso investigador desde los tiempos de Homero, e incluso antes también. La huella de nuestros pasos siempre será profunda, aunque a veces no se la pueda ver con claridad. ¡Cuántos misterios aún quedan enterrados bajo las condensadas capas de este tiempo eterno, cuántas sorpresas nos esperan todavía, escondidas tras las borneantes sombras de nuestro destino.

Aclaración: todas las citas (en cursiva) que no tengan una aclaración en el mismo texto corresponden a G. Arciniegas, y fueron extraídas de su maravilloso libro “Biografía del Caribe”

No hay comentarios: