17/9/08

Jean Lafitte

El pirata de Barataria

Surgió de la nada y en ella desapareció. El escenario de su vida fue el mundo, con sede principal en Nueva Orleáns.

Allí apareció entre 1803 y 1808, un joven entusiasta nacido en Marsella, en Bayona y en Burdeos; de padre curtidor y madre judía sefardí, aristócratas franceses huidos a las “Indias” durante el Terror; criollo él mismo, nacido en la colonia francesa de Saint Domingue (lo que ahora se conoce como Haití); primo de Napoleón Bonaparte y sobrino de John Paul Jones, el famoso marino escocés que fundó la Armada norteamericana… Así de complejo y –sobretodo- charlatán resultó ser este tal Lafitte, quien disfrutaba mucho desparramando misterio acerca de sus orígenes. Sin embargo, no todo en él fueron mentiras. Sus audaces fechorías y el dinero que con ellas acumulaba, bien se medían por los hechos y el peso de sus cofres.
Algunos lo llaman el “pirata romántico”, y aunque en un principio suena tan absurdo como si alguien en doscientos años hiciera referencia a algún “terrorista romántico”, la historia nos enseña que el Tiempo -esa barrera que afloja nuestro juicio y adormece la moral– oculta el crimen y apaga los tormentos permitiendo encariñarse con aquel que antaño fue un villano pintoresco. Así sucede con estos y con otros personajes “llamativos” como han sido Atila, Khan o Julio Cesar, asesinos cotidianos todos ellos, pero sin duda más simpáticos que los Hitler y los Stalin de nuestro tiempo.
Sea como sea, Jean Lafitte podía ser un desalmado, pero un desalmado sazonado de heroísmo y embarrado de grandeza. Aún hoy, ilusos soñadores recorren las aguas del golfo de México, desde cayo Hueso hasta la desembocadura del río Bravo del Norte, en busca del famoso tesoro del último de los más grandes filibusteros.
“Endiabladamente guapo”, aun teniendo en cuenta el pronunciado estrabismo de su ojo izquierdo, Jean era un tipo alto, delgado y musculoso. De fáciles palabras y buen vestir, su cortesía y educación le facilitaron el acceso a la alta sociedad de una nueva Orleáns cosmopolita y porteña, polo de atracción para inmigrantes y colonos venidos de los cinco rincones allende el vasto mar.
No cumplía el cuarto de siglo cuando, junto a su hermano Pierre, abrió una herrería en la esquina de St. Philip y Bourbon, que le servía de máscara con la que ocultaba el mucho más lucrativo arte de contrabandear. Lo cierto es que, bajo la dominación española, ciertos artículos (incluidos los esclavos) se habían encarecido a tal punto que el mercado negro constituía la única manera de satisfacer su demanda. A veces los representantes del poder dominantes – piratas y ladrones no ya románticos sino que hipócritas y despóticos – obligan al paisano a vagar por los caminos que están “fuera de la ley”, y en este campo fértil de la necesidad y la injusticia, florecen los oportunistas que organizan y distribuyen las tareas y los botines de una guerra eterna entre los que tienen y los que necesitan. Aquel fue el papel que desempeñó Lafitte en este capítulo de la comedia humana. Nueva Orleáns se hallaba idealmente situada: hacia el sur se extendía una molesta superficie plagada de pantanos y bancos de arena, laberinto acuático salpicado de islas bajas cubiertas de grandes árboles y espesas matas. En la bahía de Barataria, ocultos como las tortugas, serpientes, caimanes, garzas, pelícanos y flamencos que encuentran allí una armónica existencia, vivían los contrabandistas a la espera del próximo golpe, cazando, pesando y transportando a los esclavos que vendían en los mercados clandestinos de la ciudad a razón de 1000 dólares por cabeza. Mientras tanto, Lafitte administraba todo desde la herrería.
A partir de 1810, tras unificar los dos grandes bandos de filibusteros de la zona – conformando así un ejército de más de un millar de truhanes, armó y equipó una docena de corbetas y bergantines y los envió a las costas de Cuba para capturar barcos negreros y naves mercantes. Aquellos eran tiempos propicios paras la piratería. Todo el mundo en las Antillas estaba en guerra con todo el mundo (diferencias que tenían su origen en los conflictos del viejo mundo) y por si esto fuera poco, el poderío naval de los Estados Unidos era todavía ridículo (¡imagínenlo!) en aquella época.
El entonces carismático y acaudalado nabab (magnate), como gustaba considerarse, trasladó su cuartel general a Grand´ Terre, en el corazón de Barataria, donde se hizo construir una casona magnífica, espléndidamente decorada, provista del mejor vino de Europa y habitada por hermosas mujeres de todo el mundo. Si bien Lafitte se consideraba un corsario, nunca un vulgar pirata, al parecer no era muy aficionado a la navegación debido a su supuesta debilidad - dulce ironía de la vida - por los mareos. Sus riquezas aumentaban día a día como así los cómplices de su sistema de “mercado paralelo”, el cual se iba enquistando más y más en la sociedad naciente de Nueva Orleáns.
Tal vez una de las históricas relaciones de enemistad más poéticas – o al menos dramáticas – que se hayan conocido, fue la de Jean Lafitte con su archi enemigo William Claiborne, quien oficiaba nada menos que de gobernador en aquella próspera ciudad.
Asignado por el entonces presidente Jefferson, Claiborne era un tipo recto y justo, aunque al parecer un tanto desconfiado. Odiaba a Lafitte, lo odiaba profundamente, y sabía muy bien de su influencia e importancia (lo cual consciente o inconscientemente desemboca en el respeto), pero sobretodo desconfiaba de él.
Organizó una fuerza de rastreo que se pasaba meses en los pantanos persiguiendo la huella invisible de una presa que más parecía reírsele en la cara que huir despavorida. En una ocasión, un grupo de rastreadores fue capturado por la gente del corsario declarado y éste los envió de regreso a la ciudad cargados de regalos para el gobernador y con una carta muy cortés en donde se leía lo siguiente: “Deseo que sepa usted que soy contrario a semejantes contiendas, pero al mismo tiempo, quiero que comprenda con toda claridad que prefiero perder la vida a perder mis bienes.” Esta actitud entre amable y burlesca encolerizaba a Claiborne, e insuflaba en él ese sentimiento de recelo y suspicacia (mezclado seguramente con la admiración y la envidia) que lo llevó a cometer un error por poco irreparable.
Desconfió de él cuando, en el verano de 1814, le ofreció su ayuda en la defensa de sus fronteras frente a la inminente invasión de una flota inglesa que se estaba concentrando en Jamaica. En aquella oportunidad, Lafitte declaró: “Aunque proscrito por mi patria adoptiva, nunca dejo escapar la más mínima ocasión de servirla o de demostrar que en ningún momento he dejado de amarla.” Las tropas americanas al mando de Claiborne, dejaban mucho que desear tanto en número como en armas, razón por la cual dicha propuesta, respaldada por más de mil hombres recios y 7.500 pedernales (munición), caía del cielo como una bendición. Sin embargo el orgullo dominó a Claiborne, quien no tuvo mejor idea que responder a la oferta empapelando carteles por toda la orbe en donde se ofrecían 500 dólares por la cabeza del corsario. Al día siguiente, Lafitte junto a un puñado de los suyos, se presentó altivo en la ciudad y contrarrestó, entre risas y jolgorio, clavando a su vez pasquines que ofrecían 1500 dólares por la cabeza del gobernador.
Cuando lograban atraparlo, si no le permitían pagar la fianza, de alguna u otra forma (aquí entre nosotros, sobornando a los carceleros), conseguía escapar. La persecución y las molestias no le daban descanso, pero así y todo, siempre se mantuvo fiel a su palabra de honrar el país, como cuando cortes, pero tajantemente, se negó a prestar ayuda a los ingleses en el asunto de la invasión, no obstante el ofrecimiento de 30.000 dólares y el nombramiento de capitán de la Armada británica.
Al final fue el general Andrew Jackson, que acudía en defensa de Nueva Orleáns, quien accedió a la proposición de Lafitte de colaborar en la batalla. Ambos líderes se reunieron en secreto para pactar el acuerdo y organizar el contraataque. Los ingleses superaban por 3 a 1 a los norteamericanos, pero éstos – ayudados por los filibusteros – dominaban el terreno y se dividían en pequeños grupos siguiendo las técnicas de guerrilla, que eran consideradas como “incivilizadas” por el enemigo. Según los informes oficiales (lo que es como decir “cuenta la leyenda”) 2.600 fueron las bajas británicas frente a 21 americanas. Cuesta creerlo, pero lo que no cave en dudas, es que la victoria fue para Jackson, Lafitte y los que indistintamente lucharon bajo el rótulo de ciudadanos del nuevo mundo.
La victoria se festejó con un desfile por las calles de una ciudad que se sabía resucitada. Los hermanos Lafitte saludaron a las mozas montando en sus caballos detrás del general Jackson, y en el baile de aquella noche, el gobernador Claiborne llegó a un acuerdo de paz con su “enquistada molestia”, el apuesto y alegre corsario de Barataria.
Varias fueron sus andanzas luego de la gran batalla contra la flota inglesa. Anduvo un tiempo por Washington, visitó Santo Domingo y luego se estableció en la isla donde actualmente se encuentra la ciudad de Galveston, Texas. Allí reorganizó su ejército de malandras y se enamoró de una jovencita muy hermosa quien murió a los pocos años sumiéndolo en una amarga depresión. Por si esto fuera poco, con el tiempo se hacía cada vez más difícil burlar a las autoridades, y tras varias capturas y no menos ahorcados, el ahora decadente corsario se vio obligado a abandonar su patria por adopción.
Desapareció con el mismo misterio con el que había surgido. Se dice que continuó con sus actividades en América del Sur, que murió víctima de las fiebres en Yucatán, y que llevó una vida incógnita y tranquila en Alton, Illinois, donde murió ya anciano. Sea como fuere, lo cierto es que este insólito personaje no pasó desapercibido. Mezcla indefinible de los valores más contradictorios, su vida fue una “eterna juerga” plagada de alcohol, honor, mujeres, patriotismo, violencia...y alegría. Tal vez lo de “romántico” no haya estado tan errado después de todo.

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