17/9/08

La isla, el puma y el sol

Bolivia la linda. Bolivia la grande. Bolivia la pobre. ¡Deberían verla! Es hermosa. Gris y marrón como el asfalto manchado. Las voces del consuelo siempre dicen que las malas críticas no merecen consideración, que los injustos exageran para reducir el margen de su propia mediocridad, y todo eso suele ser muy cierto. Pero aquí les digo que en lo visto y juzgado no hay maldad ninguna. Lo negativo es piropo y el desorden, libertad. Bolivia está loca, loca su gente y locos sus paisajes. Loca de amor y terror por una tierra antigua e injustamente pobre. Pobre más allá de toda excusa, más allá de todo reproche. Pobre y maravillosa.

Visitando a los vecinos
Febrero (2006) fue para mí un mes de retornos. ¡De vuelta a los caminos! De nuevo a sentir la emoción del viajero improvisado en su aventura nómada que se renueva y alimenta. Venir de, estar en y viajar a lo constante desconocido, sin saber qué es lo que pasará después, y ser muy feliz por ello. Un mes de retornos. Al viento en la cara y la mirada perdida, extasiada en esas curvas nuevas que invitaban a una fiesta de color y tierra seca, montañas y praderas, lagunas, callejuelas.
Un mes de retornos. Al suelo de Bolivia, suelo gris, marrón y turquesa, ese suelo que le quitó un centímetro a mis suelas elevándome a las mesetas de un mundo nuevo: el altiplano. Hogar de las alturas y los hielos, zona de fatigas y de cocacoleros, el altiplano de los indios y de los mochileros.
Un mes de retornos y reencuentros. Reencuentro con los viajeros de todo el mundo que se dan cita a ciegas en las calles, hostales, bares, buses y burdeles de la gran ciudad, del campo y de la ruta, formando verdaderos cócteles cosmopolitas de gente sin destino, curiosos y distintos, coleccionando recuerdos de sincera libertad.
El recorrido lo marca la obvia necesidad: lugares clave para no perderse. El Salar de Uyuni, por ejemplo, el más grande del mundo; paraíso visual de divina simetría. O la vieja Potosí, con sus tristes minas de plata y sync, su altura y su loca gente, cristianos sobre la piel y satánicos en el estómago de sus montañas. También Cochabamba, la niña bonita, moderna, eternamente cálida. Y La Paz, desquiciada y maravillosa, un alegre parque de diversiones inspirado en la más horrible de las pesadillas. Ya en el norte, arañando el Perú, se encuentra Copacabana, pintoresco portal hacia el lago más hermoso del planeta.

El puma de piedra
Azul, elevado y profundo, el lago Titicaca –que significa Piedra de puma- está de moda hace cientos de años. Primero lo visitaron los Tiwanakos, después los Incas. Aún hoy, los Uros habitan sobre él. Literalmente. Y, por supuesto, los turistas, esos “nuevos” habitantes de la tierra; población en constante reciclaje, pero población al fin.
Este lago se encuentra en el altiplano andino –o meseta del Collao- en la frontera entre Bolivia y Perú. La superficie abarca unos 9000 kilómetros cuadrados y descansa a unos 3800 metros sobre el nivel del mar. Su profundidad máxima se estima alrededor de los 300 metros. Claro, todas estas medidas aumentan según la ferocidad de las lluvias.
El Titicaca actual es una muy pequeña porción de lo que una vez fue un inmenso mar. Durante su historia el lago ha sufrido muchas alteraciones. En los últimos 11.000 años, ha estado hasta 50 mtrs. por debajo del nivel actual, saladas sus aguas, y recién hace 3600 años el agua se volvió dulce (aunque no lo suficiente como para ser bebible) y se restableció la conexión entre lago mayor y el menor. Entre los últimos 2000 y 1000 años el lago adquiere su estado actual y se forma su afluente, el Desaguadero. Es su único río, el cual evacúa el 5% del agua hacia el lago Poopó, situado al sur. Por su ubicación geográfica de altitud y en la zona intertropical, está influenciado por los factores de intensa luminosidad, temperaturas bajas y aire seco. Esto hace que la mayor parte de la pérdida de agua se deba a la evaporación. Se calcula que las aguas se renuevan cada 63 años.
“Durante el tiempo primordial ocurre el parto telúrico, el advenimiento del Ande, que se confunde con la épica lucha entre los elementos geológicos, momento cataclísmico, de guerra cósmica, de furia de la naturaleza. Se enfrentan la roca contra el agua, la tierra contra el mar y, en medio de convulsiones que sacuden el mundo y de erupciones volcánicas, emerge la cordillera de los Andes al arrugarse el suelo. Quedan como reliquias y testigos del cruento combate los lagos Titicaca y Poopo, despojos de la derrota del mar.” En un país sin costas oceánicas, estos dos inmensos lagos, salados pero mediterráneos, son el último consuelo de mar, oasis mojados en el medio de la nada, cuna de culturas y madre de mitos enterrados en la oscura eternidad de sus aguas.
Los Tiwanaku y los Incas consideraban al lago Titicaca como su lugar de origen, con sus dioses ó líderes surgiendo de las profundidades. Y si uno visita la zona, entiende el porqué de tanta veneración. Aún hoy, cientos de años después de la últimas conquistas (ni hablar de las primeras), el ambiente es distinto y sus vibraciones nos hablan de un lugar excepcional.
“En la meseta altiplánica, los españoles encontraron no sólo una inmensa riqueza minera, sino también un tesoro de mitos y un profundo espíritu religioso... Para los hombres de España, fue una percepción exótica, misteriosa y extraña que los llenó de zozobra... No pudieron soportar la originalidad y lo sugerente de sus formaciones religiosas y, como cualquier conquistador de cualquier época, los españoles impusieron sus ideas...”
El escenario andino, hogar de los mil dioses, concebidos y venerados en sus altares naturales, altares esculpidos en roca y río, la carne y la sangre de la tierra. Roberto Doria Medina Eguía, escritor amante de su Bolivia natal, no lo podría haber explicado mejor: “La contemplación del paisaje andino produce en el espíritu una honda experiencia religiosa. La naturaleza no muestra solamente la realidad de su belleza, sino que conmueve sugiriendo lo sagrado. Las siluetas, los perfiles y las enormes moles de granito de las montañas... la inmensidad en extrema soledad de la altiplanicie en la que se reflejan la intensa luminosidad solar o, a la noche, el resplandor de la luna... supera la simple apariencia estética para envolver al observador en un sentir místico-religioso-panteísta.”
Sereno y majestuoso, nítido y bucólico. Así es el lago Titicaca. Tal vez sea el aire magro en oxígeno, y esa eterna fatiga “leve” que te acompaña en todo momento. Si lo combinamos con un paisaje de colores y formas bizarras, exóticas, difíciles de conectar con lo real... Imaginen el contorno de sus islas como buques petroleros tumbados de costado, tapizados con una suave felpa verdimarrón, las nubes a metros de tu cabeza (o incluso por debajo de ella), el lago mismo que parece mar, y para colmo, ruinas de pueblos milenarios, botes hechos de totora y ni un solo ruido de motor.
Y como broche de oro, la mítica y mística Isla del Sol, el corazón boliviano de este enorme lago. Caminar por su espalda fue distinto. Dormir en ella, mágico. Contemplarla desde la cima en ese enrome balcón, milagroso.

La isla flotante
“...El viento entumece sus piernas y agrieta sus mejillas cobrizas y arrugadas; entonces, con un extraño gesto que mezcla la rabia, la resignación y la costumbre, decide esperar la tibieza del Sol en absoluto silencio. Se pone a buscar un rincón solitario que le sirva de parapeto contra el frío, pero es tan difícil hallarlo en su reducido mundo bamboleante. Se levanta, da un par de pasos. No hay espacio para grandes caminatas. El agua lo rodea todo, se filtra hasta en el último rincón. Se sienta cerca de la orilla con el deseo de observar el perpetuo romance entre las esbeltas balsas de totora y las aguas azul profundo de ese lago legendario que humedece el altiplano.
Los niños, mejillas sonrosadas, ojos vivaces, manitas ásperas, corretean por las islas; mientras las mujeres, trenzas azabache, pómulos prominentes, polleras y sombreros, ofertan y rematan sus tejidos multicolores.
De pronto, vuelven los pescadores: truchas, pejerreyes y carachamas son parte de su botín. El hombre los mira, los saluda con un gesto desganadamente cordial, les comenta que antes había más especies en el lago y les enseña la red que repara en silencio. "Pronto estará lista", dice con una pizca de alegría... y los nudos rejuvenecidos salen de sus manos como las cuentas de un rosario”. (Cortesía de artículos Enjoy Perú)
A seis kilómetros del puerto lacustre de Puno (lado peruano del Titicaca) se encuentra un sorprendente archipiélago de 40 islas de totora (especie de junco), construidas por los Uros, descendientes directos de una de las culturas más antiguas del continente. Los hombres de esta comunidad flotante afirman ser los dueños de las aguas del lago Titicaca.
Una de estas islas, una de las más grandes, alberga 1500 habitantes y requiere de mucho mantenimiento. Sólo flota durante 6 meses y según se van hundiendo los pedazos, los sustituyen por otros nuevos; algo así como una isla del delta pero artificial, con capas superpuestas de medio metro de espesor.
El origen de este pueblo se perdió en los laberintos de la historia, pero se presume que descienden de los Pukinas, una de las comunidades más antiguas de América. Los Uros se consideran dueños del lago y del agua. Dicen tener la sangre negra como el barro que los engendró, barro que es a su vez la sangre de sus dioses derramada en el gran combate de la creación. Como dicen en las pelis: “Pero esa, mis queridos amigos, esa es otra historia”...

Todos los pasajes en cursiva corresponden a fragmentos de “Amerindia: Fantasía, mito y arte” por Roberto Doria Medina Eguía

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