17/9/08

La leyenda del Beagle

Segunda parte

“Pero, basándonos en nuestro conocimiento de la historia humana, ¿tenemos noticias de que hayan existido jóvenes que, a semejanza de estos dos, hayan trabajado y pensado como ellos, hayan volcado toda la fuerza de su mente y su espíritu sobre los interrogantes más grandiosos que pudieron concebir, y se hayan aferrado a esos asuntos durante años interminables, a pesar de los peligros, sin la seguridad de la recompensa y sin incentivo económico?
¿Podemos concebir hombres semejantes a Fitzroy y a Darwin, flotando en su bote frente a la costa de la Patagonia, buscando la verdad?”(Richard Lee Marks, “Tres hombres a bordo del Beagle”).

La leyenda del Beagle
Era el año 1831 de nuestra era. El puerto de Plymouth resonaba próspero y orgulloso con el aullar de las sirenas y el amalgamado griterío de las aves marinas, y los ávidos marineros. La actividad humana coloreaba la escena con hermosos y pintorescos matices. Infinidad de tareas por cumplir, agitados preparativos aquí y allá, detalles de último momento y románticas despedidas.
Los puertos han sido nuestro nexo más civilizado con el mar, y con nosotros mismos, desde hace miles de años. Construidos y mantenidos como portales hacia lo desconocido, lo lejano y lo misterioso. Punto de unión e intercambio entre distintos pueblos y diferentes culturas. Pequeñas e inundadas babilonias, lugar de las mil lenguas y de los mil mundos.
La tripulación trabajaba intensamente. Los vigorosos marineros iban y venían con la carga sobre sus hombros, transportando provisiones, velas y cañones a cubierta, guardando espacio suficiente para cuatro balleneras, un balandro y varios botes auxiliares. El capitán Fitzroy, un muchacho prometedor de tan solo 26 años, dirigía toda la operación, manteniendo especial cuidado en el equipo científico que él y Darwin, quien también gozaba de las ventajas de la juventud (22 años por aquel entonces) habían empacado para la expedición.
Se dirigían hacía una travesía que representa para aquella época, lo mismo que los vuelos espaciales representan para la nuestra: la aventura pura, un viaje rumbo a lo desconocido, a lo insólito, a confines tan extraños como maravillosos. Claro que ellos no necesitaban cascos, así como también nuestros astronautas pueden prescindir de la gravedad.
En fin, hacía un año que Fitzroy había vuelto de su anterior viaje, también como capitán del Beagle. En aquella oportunidad se vio subordinado al capitán Philip Parker King, que navegaba el “Adventure” con fines cartográficos, tales como medición y trazado de costas, inventario de las diferentes islas y demás accidentes geológicos, montañas, fiordos, canales, etc.
Esta vez se encontraba sólo y al mando de la nueva expedición. Aunque siempre sumido a las terminantes órdenes del almirantazgo, una vez en alta mar era dueño y responsable de sus propias decisiones. Las tareas enunciadas por sus superiores de tierra eran también de carácter cartográfico: debía corroborar y perfeccionar los datos acumulados durante aquella primera experiencia, añadiendo nueva información en la medida que fuera posible (la labor de Fitzroy fue de suma utilidad e importancia tanto para la marina inglesa como para las flotas de todo el mundo, y su insaciable espíritu científico dio como resultado la creación y desarrollo de lo que en nuestros tiempos se conoce como la “meteorología moderna”).

Fitzroy
Aristócrata inglés descendiente de un bastardo de Carlos II, el rey libertino, fue un representante ejemplar de la enérgica minoría que venía consolidando el dominio de Inglaterra a lo largo de más de 250 años. De estatura mediana y rasgos aquilinos pero delicados, Robert Fitzroy había comenzado su entrenamiento para el mar a los doce años, en el Real Colegio Naval de Portsmouth, graduándose del mismo con honores.
Así comenzó su prestigiosa carrera como Capitán de la Marina Real. Respondiendo a la ansiedad de su espíritu científico, Fitzroy siempre estaba al tanto de los últimos adelantos en materia de artefactos tecnológicos, y uno de sus principales juguetes de abordo eran los barómetros. Con éstos (instrumentos que miden la presión atmosférica) podía pronosticar la inminencia de las tormentas, y así preparar su nave contra la envestida minutos antes de que ésta sucediera.
Para la ignorancia pre-victoriana, este joven navegante valíase de mágicos artificios con los cuales burlaba los embates del tiempo, pero nosotros ahora sabemos que se trataba de los primeros ejercicios serios y con buenos resultados de lo que más tarde se conocería como la meteorología moderna, ciencia aún primitiva que estudia el comportamiento del clima terrestre.

Darwin
Hijo de un respetado médico y nieto de un poeta, inventor, físico y filósofo de nombre Erasmus, Charles Darwin nació en Shrewsbury, Inglaterra, en el año 1809.
Desertor de la carrera de medicina, disciplina que su padre siempre le había “recomendado” seguir, el joven Darwin tubo el privilegio de internarse en el entonces circulo vanguardista de las ciencias biológicas, y conocer a Robert Grant, uno de los primeros zoólogos, defensor de las teorías evolucionistas propuestas por el afamado francés Juan Baptiste Lamarck, teorías que el propio abuelo de Charles había defendido.
Tras un segundo intento por orientar su vida, esta vez con el frustrado ingreso a la Iglesia de Inglaterra, Darwin conoce en Cambridge las maravillas de la botánica y la geología, disciplinas que consolidaron aún más su interés por la historia natural: “Sin que le afectase la presión económica, ni le inspirase el patriotismo, ni le interesaran las dolencias del cuerpo o el alma, y lo que era más importante, no siendo un individuo egocéntrico, Darwin estaba idealmente conformado para ver con claridad” (R.L. Marks, “Tres hombres…”)
Sus posteriores estudios autodidactas en los verdes y rocosos paisajes de Gran Bretaña, lo llevaron a obtener el simbólico -al menos al principio- título de naturalista, y fue entonces cuando su destino se vio entrelazado con el de Fitzroy, permaneciendo paralelos durante los siguientes 5 años a bordo del “Beagle”.

El poder de lo insignificante
Fitzroy y Darwin se llevaron bien desde el comienzo. Ambos eran de naturaleza crítica y poseían cierta grandeza de visión, por lo que podían, y deseaban, analizar y explicar el curso de la vida sobre la tierra. Además habían decidido utilizar conjuntamente, “la lógica irrefutable de la ciencia” para comprobar la veracidad bíblica que nos habla de la creación.
Fitzroy pasaba largos días y pesadas noches en su camarote, que compartía con el joven naturalista, recopilando y organizando todos los datos cartográficos que había acumulado hasta el momento. Además de actualizar religiosamente su libro y su diario, también se encargaba de verificar que todos los días, si el tiempo lo permitía, las pequeñas embarcaciones comandadas por hombres instruidos por él mismo, salieran a reunir más detalles útiles para el trazado de las nuevas cartas. Y por supuesto, debía comprobar que tanto el Beagle, como el resto de las naves que conformaban su pequeña flota, estuvieran en óptimas condiciones de navegación.
Uno de los materiales más preciados por los ingleses en aquella época, para la construcción de los barcos, era el cobre. El fondo revestido con este mineral, no atraía a las lapas, y un velero equipado de ese modo podía navegar bastante más rápido que cualquier otro. Ese fue el secreto del éxito de la Marina Real durante muchos años.
Al mismo tiempo se iban amontonando día a día los especímenes que Darwin continuaba coleccionando. El infatigable investigador descendía periódicamente a tierra, sin importarle las condiciones del tiempo o los peligros que los distintos parajes pudieran ofrecerle, y recolectaba cuanta criatura, animal y vegetal, llamara mínimamente su atención. Luego hacía una selección más cauta de las mismas, las cuales secaba al sol, y se internaba él también en la cabina compartida para trabajar en sus propios proyectos científicos.
Ahora sabemos qué fue lo que surgió de toda esa “inocente” curiosidad juvenil; y no es otra que las bases del último gran paradigma biológico que aún sigue vigente en este fin de milenio, y el cual se ve reforzado constantemente por nuevos e importantes datos empíricos. Lo llamamos: “Evolución de las especies por selección natural”. Pero no solo hemos aprendido cómo es que organismos multicelulares de extremada complejidad como pueden ser el homo sapiens, o el cangrejo ermitaño de los mares del caribe, son el producto de un intrincado árbol evolutivo que tubo como agente iniciador una simple y primitiva célula auto replicante, sino que además, Charles Darwin es otro ejemplo de lo que un solo hombre puede lograr, desde su insignificancia, si es que realmente se lo propone. No vasta con soñar la vida, cuando se puede vivir el sueño. Y ésta es para muchos, su mayor enseñanza.

El encanto de los gauchos isleños
En fin, la flota liderada por el intrépido Beagle venía cumpliendo su misión maravillosamente, incluso los tres yaganes de las islas del sur patagónico, aquellos que Fitzroy había llevado consigo a Inglaterra para que fueran civilizados, ya estaban de nuevo en sus tierras, luego de una corta travesía por los contornos de Tierra del Fuego, en busca del punto exacto en donde habían sido recogidos.
Fitzroy, Darwin y los demás tripulantes, se encontraban anclados en el Estrecho de Berkeley, puerto principal de unas olvidadas islillas situadas en el Atlántico sur, allá lejos al este del continente americano. En las cartas náuticas aparecían como “Las Islas Malvinas”: “Las dificultades con las cuales lideraron estos hombres no pueden ser exageradas, y de hecho es difícil comprenderlas. Las Islas Malvinas están a 300 millas al este del Estrecho de Magallanes. Montevideo está a 1000 millas al norte. Y no es una región en que la navegación sea fácil. Los mares casi siempre están agitados. Es muy difícil maniobrar con un barco de vela. Y en las Malvinas se ha calculado que, por término medio, hay vientos con fuerza de vendaval uno de cada cinco días” (R.L. Marks, “Tres Hombres…”).
Los gauchos argentinos, que habían quedado varados en tierra después de que los británicos expulsaron a los soldados de aquel mismo país, no encontraban otra salida que embarcarse ellos también rumbo al continente. Pero Fitzroy sentía simpatía por estos hombres de campo, de modales simples, pero de gran corazón, y pensó que su partida debilitaría a las islas, por lo que los indujo a quedarse y continuar con sus actividades ganaderas con el fin de promover el desarrollo humano en la región.
Darwin apreciaba a estos paisanos de las pampas vírgenes, aún más que su compañero de aventuras. Tal fue así que con dos de ellos, y seis caballos, realizó un viaje de varios días alrededor de la isla oriental. Rápidamente congenió con los mismos, ganando su confianza y respeto tras demostrar a estos jinetes de particular estilo, su habilidad y destreza, en el arte de montar.
Los gauchos mataban y comían ganado salvaje para mantenerse durante la incursión, y el curioso Charles fue felizmente iniciado en el “asado con cuero”, del cual no hace falta aclarar lo novedoso y delicioso que resulta para cualquier ser humano que no haya nacido en las tierras del Tango y las mollejas.

Una sólida amistad
Es sorprendente como, bajo las circunstancias en que Fitzroy y Darwin vivían abordo del Beagle, se llevaran tan bien como de hecho lo hacían. Dos personas verdaderamente brillantes, con capacidades físicas y mentales increíbles, y sumamente comprometidos cada uno con su propia vocación, teniendo que trabajar, comer y dormir en un mismo y pequeño camarote durante los cinco años más agitados de sus vidas.
Por supuesto que mantenían duras y a veces arduas discusiones, culminando las mismas con alguna ofensa por parte del capitán hacia su tranquilo y apacible amigo, que parecía siempre mantener el buen humor y la calma. Pero claro, Fitzroy era el responsable de toda la expedición y sus nervios soportaban una mayor presión que los de Darwin, quién debía concentrarse únicamente en sus asuntos, pudiendo descender a tierra y desaparecer por varios días cuando mejor se le antojase.
Aún así, ambos se profesaban una profunda y sincera simpatía. En los momentos de descanso, salían a dar largas caminatas para continuar sus reflexiones. A veces se sentaban en un bote, sobre aguas serenas, y conversaban interminables horas acerca de, entre otros temas, el origen de la vida, las enseñanzas bíblicas o las bases para comprender y predecir el tiempo: “Esos dos jóvenes y brillantes ingleses se divertían y vivían manteniendo en tensión el cuerpo, el cerebro y las ideas. En la veintena, y en la edad en que culminaba la fuerza física e intelectual, Fitzroy y Darwin aún no habían cristalizado sus puntos de vista. Espiaban, miraban, trataban de sondear los misterios más profundos.” (R.L. Marks, “Tres Hombres…”)
En el curso de sus pensamientos, Darwin tendía cada vez más al escepticismo e incluso a la incredulidad con respecto a la concepción literal de la Biblia, mientras que Fitzroy, superando ciertas dudas momentáneas que la naturaleza misma le ofrecía, tendía a afirmarse en su convicción religiosa acerca de la Palabra Divina. Pero aún así, no cabe la menor duda de que tanto uno como el otro, poseían un auténtico sentido del honor y la justicia, y por lo tanto, gozaban de sinceridad, rigor científico y una verdadera devoción por desentrañar los misterios del universo.

En busca de Jemmy
Aquel verano, el Beagle volvió a bañar su regazo, en las revoltosas aguas del canal que hoy en día lleva su nombre. Sumisos a los designios del tiempo, los sajones recorrieron las costas más australes del planeta, en busca de un viejo amigo.
Cuando llegaron a las islas del estrecho de Ponsonby, en la sección noreste de la Isla Hoste, al sur de Ushuaia, lo que primero sorprendió a los ingleses fue que los yaganes que se encontraban pescando en sus canoas, no les hablaron en su típico lenguaje árido y gutural, sino que lo que podían escuchar eran términos tales como “halloo” o “ouver heer”, obvias reminiscencias de un sencillo inglés toscamente aprendido. Y estaba claro que el responsable de este fenómeno bilingüe no podía ser otro que el ya conocido indiecito del sur, Jemmy Botton, aquel tierno muchachito desnudo y alegre que tiempo atrás había conocido las tierras de la reina, y a la reina misma, y que ahora se encontraba de nuevo con su gente, la cual muy probablemente, aún continuaba escuchando maravillada, las fascinantes historias que Jemmy relataba una y otra vez, acerca de su homérica odisea en el país de los hombrecitos pálidos.
Al poco rato vieron acercarse una canoa que venía de la costa, en la cual un yagan de espaldas a ellos, lavaba su rostro pintado con el agua del océano. Cuando se dio vuelta, Fitzroy y Darwin reconocieron a Jemmy. Subió a bordo por la escala e inmediatamente ordenaron algo de comida para agasajarlo. Se lo veía sucio y algo demacrado, con el pelo grasiento y los ojos legañosos por el humo del fuego, pero aún mantenía su energía habitual y se mostraba emocionado y feliz de reencontrarse con sus amigos. Sonriente y noble, comió poco y habló mucho. Parece ser que cuando alguien está realmente hambriento, es incapaz de comer demasiado.
La cena estuvo espléndidamente colorida. Risas, bromas, tristes anécdotas del pasado, buen vino y buena compañía; todos disfrutaban de la reunión. Pero se hacía tarde y estaba obscureciendo. Jemmy debía regresar.
Colmado de regalos y buenos augurios, el joven yagan, vinculo viviente entre dos mundos y símbolo eterno de una única naturaleza humana, despedía a sus amigos con la mirada triste y serena, mientras veía alejarse bajo el impulso del inclemente, a aquella hermosa criatura flotante, su amiga, portal mágico hacia lo que ya no le era desconocido.

1 comentario:

Unknown dijo...

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