17/9/08

Joseph Conrad

El poeta que vino del mar.

“El objetivo al cual quiero llegar mediante el poder de la palabra, es lograr que escuches, lograr que sientas y, por sobre todas las cosas, lograr que veas. Eso, y no otra cosa, lo es todo para mí.”

Jozef Teodor Konrad Kurzeniowski nació en Berdichev (1857), un poblado ucraniano en aquel entonces bajo el control de los rusos. Su padre se llamaba Apollo y era poeta, uno de esos aristócratas sin tierras pero con bastos estantes sembrados de obras en inglés, polaco y francés. Tanto él como su esposa murieron de tuberculosis durante un exilio político que obligó a la familia a trasladarse al Volgoda, región al norte de la madre Rusia.
En 1869, el pequeño Joseph se trasladó a la casa de uno de sus tíos en Suiza, el señor Tadeusz Bobrowski, quien sería de gran influencia en su vida. Tadeusz lo educó y protegió como si fuera su propio hijo y ya de más grande (Conrad tenía 17 años) lo ayudó a ingresar en los círculos marítimos, financió sus estudios en la escuela naval e pagó varias de las deudas que con los años el mozuelo supo acumular.
Durante su juventud, el intrépido Joseph viajó tres veces a las islas del atlántico caribeño como grumete en el Mont Blanc, perteneciente a la marina francesa. En una de sus incursiones por los laberintos de la hombría, fue herido en el pecho durante un duelo improvisado y algunos aseguran que participó activamente en el contrabando de armas para la causa Carlista en la España de entonces. Se ha hablado incluso de un misterioso intento de suicidio...
A partir de 1878 prestó sus servicios en la marina mercante británica, servicio en el que permanecería los siguientes 16 años. En 1884 obtuvo su certificado de Capitán y por fin pudo comandar su primera embarcación, el “pequeño y majestuoso” Otago. Dos años más tarde Inglaterra le concedió la ciudadanía y fue entonces cuando cambió su nombre original al de Joseph Conrad.
Amigo del sol, el viento y la sal, conoció el océano y varios de sus rincones. Estuvo en Australia, recorrió los archipiélagos del Índico, pisó las fértiles tierras de Borneo y Malasia, llegó hasta los confines de la América austral y, por supuesto, curtió su rostro en las acaloradas islas del Pacífico, destino obligado para todo marino que bien se precie de serlo.
En 1890 exploró el río Congo de “rabo a cabo” (ya saben, corriente arriba), y fue este viaje la materia prima que alojó en su mente las ideas fermentadas con el tiempo en una de sus más conocidas novelas (las más fascinante novela corta que jamás haya leído, si alguno quiere mi opinión), titulada El Corazón de las Tinieblas (“Heart of Darkness”, 1902) obra de profundas y polémicas ideas de la cual Apocalypse Now - el film de Francis Ford Coppola - es una excelente versión.
En 1894, a los 36 años de edad, Conrad experimentó un giro copernicano en su existencia. Ese año falleció Tadeusz, aquel tío suyo que haría las veces de padre y mentor en aquel mundo difícil y solitario. Murió dejándole una herencia de £1.600, cifra cuya equivalencia en la actualidad superaría con creces las £100.000.
Este hecho marcó el punto de inflexión en la vida de un Conrad cansado ya de tanto andar; un Conrad que hace tiempo venía ocupando sus noches oceánicas con emocionantes desvelos de papel en blanco, tinta china e insurgente elucubración. Un Conrad, en fin, que quería – y ahora podía – dedicarse por entero a ese otro campo de la exploración, el mundo de su mente, las aguas de su imaginación.
El ahora escritor de tiempo completo se asentó en su querida Inglaterra, la nación que lo había adoptado. En 1896 se casó con una joven llamada Jessie George, con quien tubo dos hijos, y salvo algunas incursiones a Francia, Italia, Polonia y los Estados Unidos en 1923, mantuvo sus huesos abrigados y el alma tranquila en la apartada campiña de Kent.
Escribió incansablemente durante todos esos años, siempre en el idioma inglés (idioma que aprendió de muchacho leyendo el periódico y las obras de Shakespeare). Por momentos la labor se le hacía tortuosa; su estancia en el Congo Belga, además de abundante material para sus ficciones, le había regalado las secuelas de una cruel enfermedad: la malaria.
Así y todo, poblaba sus hojas de extrañas aventuras y recuerdos maquillados, creando poco a poco el espejo de un mundo real y distinto, hogar de astutos traficantes sobreviviendo en el oriente, terribles tormentas en el africa australis, misteriosos marinos de piel oscura, tifones, nativos, violencia, anhelos y desesperación. Sus historias reflejaban su experiencia, sabedor auténtico de fantásticos parajes y poseedor de un libro que ha sido escrito en el idioma de las cicatrices. Lobo de mar...nadie lo duda. Pero esa era sólo una de sus imágenes; Conrad reflejaba mucho más.
Indagó en las esencias más ocultas del espíritu humano, enfrentándose a los miedos y las dudas como la presa acorralada que aún ataca cuando sabe de antemano que la cosa está perdida: “Lo que hace trágica a la humanidad no es el hecho de ser víctimas de la naturaleza, sino el estar conscientes de ello. Formar parte del reino animal bajo las condiciones de este planeta está muy bien, pero en cuanto sabes de tu esclavitud, la angustia, el dolor, la furia. Allí comienza la tragedia.”
Hombre de profundas angustias, duro crítico de su época, eterno solitario, buscó siempre la aprobación de sí mismo y con ello consiguió la admiración de todos los demás. Porque efectivamente, el hombre es en el fondo un solitario (“Vivimos como soñamos, solos”), pero es esa misma soledad lo que nos une a todos; nos une en condición y nos une al combatirla.
Así, todas sus incógnitas aún hoy siguen vigentes porque son éstas las preguntas que cualquier ser humano en la sencillez de su ser, desnudo del tiempo y la cultura, jamás dejará de hacerse. Y, de alguna manera u otra, jamás dejará de responder.
Los últimos años de su vida los vivió en compañía de su más molesto compañero: el reumatismo. Tuvo además sus razones para rechazar – a principios de 1924 - el título de Caballero, continuando una larga tradición de declinaciones a cargos honoríficos en no menos de cinco universidades. Joseph Conrad murió en agosto de aquel mismo año y fue enterrado en el antiguo cementerio de Canterbury.
Valiente poeta de los siete rincones, esclavo rotundo de su propia conciencia, jamás dejó de escribir...jamás dejó de viajar. El mar estará siempre presente en su memoria, metáfora perfecta de nuestra humanidad. Y con éste su arte se nutrirá y crecerá hasta explotar dando a luz el acto más sublime. Como alguna vez él dijo:
“La creación es magia, es la evocación de lo oculto en formas a la vez persuasivas, esclarecedoras, familiares y sorprendentes...El artista apela a nuestra capacidad de deleite y asombro, a los sentidos del misterio que rodean nuestras vidas, a nuestros sentimientos de piedad, de belleza y de dolor... a la sutil pero invencible convicción de solidaridad que entrelaza la soledad de innumerables corazones...a la solidaridad en sueños, en alegrías, en pesar, en aspiraciones, en ilusiones, en esperanzas, en temores, que une a los hombres entre sí, que mentiene unida a toda la humanidad.”

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