17/9/08

La odisea del samurái

Primera parte

Eran tiempos de cambio. El mundo se encogía. Los misterios desaparecían. Oriente y Occidente se miraban a los ojos. América ya no era una novedad. El oro y la fe se habían fundido en una sola deidad todopoderosa a la cual todos le rendían fiel culto. La aventura y la ambición eran el combustible y los engranajes de esta nueva realidad.

Mirando a Occidente
El 28 de octubre de 1613 partió de Sendai (en Japón) hacia España una embajada enviada por Date Masamune (1567-1636), señor feudal de la provincia de Ōshū, al noroeste de Japón (actualmente la provincia se conoce por el nombre de Mutsu). La embajada estaba encabezada por el samurái Hasekura Tsunenaga Rokuyemon (1571-1622), capitán de la guardia personal de Date Masamune y veterano de las guerras de Corea. Además contaba con la participación de un fraile sevillano, el franciscano fray Luis Sotelo quien vivía en Japón hacía ya más de 10 años. La comitiva la formaban cerca de 200 personas, de los cuales unos cincuenta eran españoles (estaban los frailes franciscanos que tutelaban la embajada y el resto provenían del naufragio de una nave española que se había hundido en las costas del archipiélago dos años antes). La expedición se completaba con los diplomáticos japoneses, y las tropas y personal de su servicio, junto con un buen número de comerciantes.
La primera parte del viaje se hizo en un navío japonés de 500 toneladas que tenía dos nombres: “San Juan Bautista” en español y “Date Maru” en japonés. Fue fabricado al estilo de los galeones europeos bajo la dirección del navegante y explorador Sebastián Vizcaíno, que había llegado a Japón en 1611, y del inglés Guillermo Adams que estaba al servicio del ministerio de guerra del sogún Tokugawa Hidetada. Actualmente se puede disfrutar de una réplica exacta en la ciudad de Ishinomaki, el mismo puerto desde el cual zarpó la nave.

Ampliando el cuadro
Antes de relatar las peripecias del viaje y la estancia en Europa de este grupo de osados japoneses, conviene saber cuáles eran sus verdaderas motivaciones a la hora de encarar semejante aventura. En primer lugar hay que señalar que la presencia de misioneros cristianos en las islas del Japón se remonta, al menos, al 15 de agosto de 1549 (64 años atrás) cuando desembarcó en Kagoshima el jesuita San Francisco Javier (monje navarro que se convertiría en la mano derecha de San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús). Años más tarde, en 1582, los jesuitas habían conseguido en al archipiélago nipón un buen número de conversos al catolicismo (se habla de 150.000), lo que les permitió organizar una expedición a Roma y conseguir del Papa un obispado para la isla, cátedra que desde entonces sería ocupada por un jesuita hasta la expulsión de los religiosos extranjeros en el siguiente siglo. En esta tesitura, el resto de las órdenes misioneras, y en particular los franciscanos, se quedaron en una situación de dependencia y subordinación respecto a los jesuitas; algo que evidentemente no les gustaba demasiado.
Por otro lado, Japón había incrementado notablemente sus relaciones comerciales con los asentamientos españoles y portugueses del Pacífico, tanto en los continentales de la India como en los de los archipiélagos de Molucas y Filipinas los cuales, desde la unificación de las dos Coronas en Felipe II en el año de 1580, dependían todas (al menos en los papeles) del Consejo de Indias (en Madrid) y de la Casa de Contratación (en Sevilla), que eran los órganos que autorizaban los permisos y franquicias de contratación. Lo que pretendían los japoneses era establecer relaciones diplomáticas con el Rey de España y establecer los acuerdos necesarios para poder negociar y comerciar directamente con América y Europa a través de los puertos del Pacífico de Nueva España (México); y lo que pretendían los franciscanos (aparte de participar en esta nueva red comercial) era la división de Japón en dos obispados (uno jesuita y el otro propio) y ocupar ellos el del norte. Para lograrlo partieron a Madrid y a Roma, las dos ciudades europeas más importantes del momento.
Viajes similares se habían intentado ya en 1610, donde la expedición la encabezaba el franciscano fray Alonso Muñoz, y dos años después por el mismo fray Luis Sotelo. En ambos casos la expedición fracasó. Lo cierto es que la situación de los cristianos en Japón empeoró notablemente a partir de 1613, llegándose a prohibir el culto en muchos territorios, si bien en el caso de Date Masamune (el señor feudal que financiaba esta nueva expedición) no sólo continuó autorizando la difusión y extensión del catolicismo, sino que persiguió las prácticas de otras religiones, especialmente a los budistas y sintoístas.

México
Hasekura Tsunenaga, el samurai a cargo de la comitiva, decide tomar la ruta tradicional del galeón de Manila la cual recorre el cabo de Mendocino (península de California), y siguiendo la costa llega el 25 de enero de 1614 a Acapulco (principal puerto pacífico de Nueva España) tres meses después de su partida.
Tras penetrar en la amplísima bahía de esta ciudad y obtener las autorizaciones pertinentes se produce el desembarco y la embajada japonesa fue recibida con gran ceremonial por los representantes del virrey de Nueva España, don Diego Fernández de Córdoba, marqués de Guadalcázar. De todas formas hubo que esperar un tiempo en esta ciudad para preparar el viaje a México; el séquito, como era de esperarse, se hospedó en el convento franciscano del lugar. No faltaron en este tiempo de espera enfrentamientos entre miembros japoneses y españoles de la expedición. Hubo una disputa especialmente dramática entre el capitán de la guardia personal de Hasekura, un tal Tomé o Tomás (que por el nombre algunos historiadores lo consideran hijo de español, pero lo más probable es que adoptara este nombre después de bautizarse) y Sebastián Vizcaíno. Se recurrió a los aceros y del duelo salió gravemente herido el arrogante marino español. Ante este hecho las autoridades españolas establecieron varias normas encaminadas a garantizar la seguridad, el comercio y el libre movimiento de los japoneses, que no podían ser molestados por nadie so pena de graves castigos y, para equilibrar la balanza, se limitaba el uso de armas al propio Hasekura y a media docena de escogidos samuráis.
Por fin, partió el séquito de Acapulco y llegó a la ciudad de México el 25 de marzo. En esta ciudad fueron recibidos con la mayor pompa y boato por el propio virrey, el arzobispo de México (Juan Pérez de la Serna), y el provincial de la orden franciscana. A todos ellos se les entregaron las cartas y credenciales de Date Masamune, daimio de Sendai, el cual les manifestaba su gran interés en que sus representantes viajaran a España y a Roma para llevar mensajes de paz al rey de España y establecer relaciones diplomáticas y comerciales en Nueva España, y para pedir al Papa que envíe misioneros católicos y un alto delegado papal (o sea, un obispo más) para evangelizar todo el Japón.
Mientras tanto, en Japón, el sogún Tokugawa Hidetada (gobernador militar del imperio japonés y quien ostentaba el poder político al que se sometían los daimios, señores feudales de las distintas provincias; el emperador carecía de poder efectivo y se limitaba a mantener una figura simbólica) había decretado la prohibición de la práctica del cristianismo y la expulsión de los misioneros extranjeros. Date Masamune, daimio de Hasekura, esperaría hasta el regreso de su embajada en Europa para aplicar en Ōshū la dura ley del sogún, pero esto todavía se desconocía en México.

Fuente principal: “Hasekura Tsunenaga. Un samurái en la Corte de Felipe III”, por Francisco Arroyo Martín

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