17/9/08

James Cook

Dilatando el universo

¿Qué es lo que hay allende las aguas conocidas? ¿Qué esconden esos esquivos horizontes? Quiero ir más allá. Quiero ser el primero. Expandir la mente de los hombres... expandiendo primero sus terrenos.

Hijo de un labrador escocés asentado en Marton, una pequeña villa de Yorkshire, James Cook nació en el año 1728, entre el amor de una modesta familia trabajadora y los aromas y colores de la legendaria campiña inglesa.
Creció en sintonía con el campo y las arduas labores de la tierra, hasta llegar a los animados 16 años. Fue entonces cuando sus padres decidieron que James, por las aptitudes demostradas y su espíritu voluntarioso, merecía un futuro más promisorio. Así, el joven adolescente que no conocía mundo más allá de sus colinas natales, se dirigió al norte, al poblado de Staither, con el objetivo de cubrir una vacante como asistente en una tienda de ramos generales.
Su dueño, el señor Sanderson, era un hombre serio y responsable, pero también bondadoso y paternal; muy pronto tomó sincero cariño por su nuevo empleado, un chico honrado y muy inteligente, que aprendía rápido y tenía, como lo supo mantener durante el resto de su vida, una enorme confianza en sí mismo.
Staither bordeaba un río por el cual iban y venían pequeñas embarcaciones de pescadores de agua dulce. Estos nobles personajes, ruidosos y divertidos, rápidamente colmaron el interés del chico que, ni bien cerraba la tienda, se encaminaba raudo a las cantinas a escuchar las viejas historias -mitad verídicas, mitad fabuladas- que estos hombres no tardaban en narrar. Poco a poco, el joven James empezó a sentir una enorme intriga por todo lo referido al mar y la navegación. Las respuestas no se hicieron esperar.
En el otoño de 1746, el joven interino, recomendado por Sanderson y autorizado debidamente por su padre, se dirigió a Whitby, un pequeño poblado costero, donde fue gratamente acogido como aprendiz de marinero por un tal John Walter, comerciante marítimo de aquella localidad. Por aquel entonces, James tenía ya 18 años, una edad relativamente avanzada para encarar “la carrera del viento y el mar”. Pero el muchacho no se dejó intimidar por ello y, con el esfuerzo como constante y una elogiosa determinación por alcanzar sus objetivos –sumado a esto su innata devoción por la vida abordo- muy pronto alcanzó la sabiduría empírica suficiente como para embarcarse rumbo a Londres, Liverpool e incluso a confines tan alejados como Irlanda y los Países Bajos.
La compañía de Walter transportaba carbón, mineral arto esencial en aquella época, utilizado para dar impulso a la intrincada mecánica de las grandes ciudades. Su constante demanda hizo que los 9 años en que Cook estuvo bajo las órdenes de Walter, fueran increíblemente prodigiosos en cuanto al aprendizaje en alta mar. Sortear, bajo la presión del tiempo y las terribles tormentas, las famosas aguas del Báltico, el Mar del Norte, el Canal de la Mancha y aquellas que se codean con las majestuosas costas celtas.
Así y todo, el aún anónimo James Cook, quien en ese entonces hubiese podido optar por una tranquila y segura carrera como traficante (en el sentido legal de la palabra) de carbón y otros productos del estilo, dibujaba en su mente los contornos de horizontes más lejanos. Su sedienta curiosidad e inmensurable espíritu de aventura –acaso el más increíble y a la vez “satisfecho” de todos los que alguna vez hayan existido- obligaron a este buen inglés a partir rumbo a un nuevo destino: Portsmouth.
Su trayectoria en la Marina Inglesa comenzó junto con la inminente guerra que la pequeña isla se vio obligada a sostener con la tierra de los galos, debido a serios conflictos en el continente, donde Prusia –aliada de Inglaterra- se enfrentaba contra la Alianza germano-francesa.
En febrero de 1758, a los 29 años de edad, y luego de una merecida promoción a Master, Cook se embarcaba en el HMS Pembroke que extendía sus velas rumbo a las costas de la lejana y salvaje Norteamérica. Si bien para la Marina esto significaba una importante campaña de conquista (disputada entre éstos y los franceses) para James era algo mucho más importante que la obtención indiscriminada de tierras lejanas. Con este episodio su vida, y la del resto de los habitantes del mundo occidental, dan un giro hacia lo desconocido. ¡Por fin vislumbra su anhelada oportunidad de “conocer el mundo”!
Durante el lustro posterior a la sangrienta guerra de los 7 años, en la cual Cook participó activamente a bordo del HMS Pembroke, conquistando finalmente el codiciado asentamiento francés en Québec, el famoso marino dedicó toda su energía y dedicación profesional a la lenta y engorrosa tarea de la cartografía. Inspirado por las enseñanzas de Samuel Holland, cartógrafo oficial de la Marina Inglesa, Cook se introdujo en el mundo de los planos y derroteros, la ubicación de posibles puertos navegables, los accidentes geográficos, arrecifes y demás peligros de la mar.
Algunos años atrás, cuando la flota inglesa soportaba pacientemente el crudo invierno a la espera de la última gran batalla (y con ella la conquista de Québec), James conoció a este hombre que cambiaría su vida para siempre. Fue Holland quien le abrió las puertas al fascinante mundo de la geografía y el trazado de las cartas náuticas. Lo que para muchos era (y aún es) una disciplina lenta y aburrida, para Cook resultaba la más increíble labor que un marinero de su embargadora podría soñar.
Hasta finales del año 1766, éste y otros temas complementarios ocuparon su existencia por completo. Mientras sus pares, miembros todos ellos de la nobleza, se encontraban estudiando en la Real Academia Británica bajo la protección de los mejores profesores de la época, Cook reforzaba sus conocimientos de manera pasional y autodidacta: aparte de la ya mencionada cartografía, los misterios de la astronomía, la utilización de los instrumentos de navegación y medición más desarrollados y el estudio para la prevención del escorbuto (enfermedad causada por la falta de suplementos vitamínicos –especialmente vitamina C- típica de los viajes largos en donde se hacía imposible contar siempre con frutas y verduras frescas).
Es fascinante contemplar cómo las diferentes circunstancias de la historia se entrelazan de las formas más inusitadas dando como resultado acontecimientos por demás inesperados. ¡¿Quién pudiera haber predicho jamás que un desconocido niño del norte de Inglaterra, hijo de humildes campesinos, a quien se le vio detrás de un mostrador vendiendo leche y azúcar a precios rebajados, sería el feliz descubridor de todo un nuevo continente, y esto únicamente gracias a una insólita atracción por una disciplina científica casi desconocida?!
Ocurrió en el año 1768, en los comienzos de un nuevo verano, cuando acababa de ser promovido a lieutenant (teniente), que nuestro querido James se vio inmerso en una de las más grandes propuestas náuticas y científicas que jamás se habían organizado en la historia de la Marina Real: El valiente Cook, ya bien conocida su reputación de excelente navegante, hábil cartógrafo y entusiasta hombre de ciencia, debía comandar el Endeavour, una rápida y ligera nave transoceánica modernamente diseñada, a través de los siete mares en busca de la aventura y un mayor conocimiento de la madre naturaleza.
Concretamente hablando, los objetivos principales de la travesía eran básicamente tres:
1) Dirigir un grupo de astrónomos hacia una isla recientemente descubierta en el Océano Pacífico (hoy conocida como Tahití) para, una vez allí, registrar el tránsito de Venus en una fecha determinada del año siguiente (este fenómeno es observable desde la tierra aproximadamente cada 100 años, y a veces más) y así participar de un procedimiento de observación internacional del susodicho planeta, con el fin de corregir y precisar las distancias entre los cuerpos celestes de nuestro sistema solar.
2) Efectuar todo tipo de observaciones, registros y recolección de flora y fauna autóctona, en los distintos puntos del recorrido. Esta tarea estaba a cargo de un eficiente equipo de naturalistas y dibujantes (fotógrafos de la época) que pertenecían a la clase culta y aristocrática del reinado británico, con el famoso Joseph Banks –excelente botánico y amante de la vida animal- como el líder indiscutido del grupo.
3) Hacer uso de la suprema habilidad de Cook como capitán y cartógrafo para mejorar las cartas náuticas que se tenían hasta la fecha de pasajes tan lejanos como el Cabo de Hornos, las islas del Pacífico y del Indico, además de –y este era el más importante de todos los objetivos- aclarar el misterio de la leyenda del continente perdido. Conocido como Terra Australis Incognita, centenarias crónicas hablaban de una inmensa isla, o un pequeño continente, que al parecer descansaba al sur del Asia Oriental, y que hasta entonces nadie había podido dar una demostración de su existencia. Cook debía encontrar esas tierras y declararlas territorio colonial británico.

Sucedió entonces que el 26 de agosto de 1768, sumido en el mayor éxtasis emocional (así cuentan las crónicas) y consciente de las dificultades y peligros que dicha empresa escondía bajo la misteriosa manga de su vasto atuendo mitificado, el flamante Capitán Cook emprendió la marcha rumbo a América, para dar comienzo a tan increíble travesía.
En los primeros meses de su viaje, tras una breve pasada por Madeira, el Endeavour recorrió las costas de Brasil y el sur de la Argentina, aprovechando las corrientes amigas de “las tierras del fuego”, aquel inhóspito paraje poblado de inmensos y afilados picos montañosos, arropados por densas nubes grises, bajo las cuales solían agazaparse los exponentes humanos acaso más primitivos de aquella era: los yaganes, criaturas misteriosas que cubrían sus desnudos con grasa de foca para protegerse del golpe, constante e inflexible, de los vientos marinos. Tribu nómada la de los yaganes, patética y a la vez maravillosa, deambulando sin rumbo fijo entre las costas del Canal de Beagle y los bosques del norte, territorio de los Onas –tribu de altos y belicoso guerreros- mejor organizados y, por cierto, mucho más sofisticados.
Una vez en la punta sur del continente americano, la tripulación juntó coraje y se encaminó respetuosamente hacia el famoso Cabo de Hornos (errónea traducción del holandés Hörn que, tanto en éste como en inglés, quiere decir “cuerno”, haciendo alusión seguramente a la forma de los picos cordilleranos que se adivinan desde el agua).
Ya en aquellos tiempos (¡sobretodo en aquellos tiempos!) se sabía de lo peligroso que este pasaje puede resultar para cualquier embarcación que se proponga atravesarlo. Se conocían innumerables historias de naufragios y horribles muertes, causadas por las inmensas olas y los fuertes vientos que en este rincón del océano se figuran descomunales (se asegura que las olas superan los 30 metros de altura). Celoso de su escondite, algunos desafortunados experimentan allí la verdadera ira de Poseidón, amo y señor de los mares.
Sin embargo, para bien de los “huéspedes” del Endeavour –como también para el imperio británico y su afán por encontrar primero la mítica “Terra Australis Incognita”- en esta oportunidad el majestuoso dios sumergido no hizo alarde de satisfacer sus caprichos y así la embarcación surcó, alegre y agradecida, las aguas del “Cabo de los Cuernos”.

No hay comentarios: